Testimonio sobre Juan Pablo II
Personalmente conocí a Juan Pablo II en 1998, año en que comencé a trabajar en la Oficina de las celebraciones litúrgicas del Sumo Pontífice.
Cuando acababa mi turno de asistirle durante las celebraciones, con el Maestro de ceremonias, Mons. Piero Marini, yo siempre me asombraba por lo que había tenido lugar en la sacristía antes y después de la celebración. Cuando el Papa venía a la sacristía y nos encontrábamos completamente solos los dos, se arrodillaba o, durante los últimos años del pontificado, permanecía sobre su silla y rezaba en silencio. Esta oración duraba diez, quince incluso veinte minutos y, a veces, incluso más a lo largo de los viajes apostólicos. Parecía que el Sumo pontífice no estaba ya presente entre nosotros. Cuando el rato de oración parecía durar demasiado tiempo, Mons. Estanislao Dziwisz entraba intentando sugerir al Papa que se preparase: a menudo el Papa no respondía a este llamamiento. En un momento dado, levantaba la mano derecha, y nos acercábamos para comenzar a vestirlo en un silencio total. Yo estoy convencido que Juan Pablo II, antes de dirigirse a las personas, se dirigía – o más bien hablaba – a Dios. Antes de representarlo, pedía a Dios que pudiese ser su imagen viva delante de los hombres. Lo mismo ocurría después de la celebración: apenas se había quitado los vestidos litúrgicos y, entonces, se arrodillaba en la sacristía, y rezaba. Yo tenía siempre la misma impresión: que él no estaba presente entre nosotros.
Algunas veces, durante los viajes, su secretario entraba y acercándosele con delicadeza, le exhortaba a salir de la sacristía, porque diversas personas le esperaban para saludarlo (presidentes, alcaldes, autoridades…). Pero el Papa no reaccionaba casi nunca: quedaba siempre profundamente en oración y de nuevo, en el cierto momento, se levantaba sólo, y nos hacía una señal para ser ayudado. Esos momentos de oración, antes y después del acto litúrgico, me llamaban siempre profundamente la atención. Cuando le prestaba asistencia, y le ponía la mitra, le pasaba el pañuelo, tenía la seguridad de tocar a una persona no sólo extraordinaria, sino verdaderamente santa. Durante los últimos años del pontificado, yo era ceremoniero del Santo Padre de manera estable: seguía todas las celebraciones cerca del Papa, veía su sufrimiento y sus dificultades en cada movimiento. Un día, mientras que él estaba muy enfermo, en el curso de una celebración sobre el pórtico de la basílica San Pedro, inclinándome sobre él, me permití decirle: «Vuestra Santidad. ¿ Puedo hacer algo para ayudaros? ¿Quizás algo le hace daño?». Él me respondió: «Todo ya me hace daño, pero es necesario que sea así ». Y yo estaba seguro y profundamente convencido que asistía y que tocaba a una persona santa.
Me sentía tan indigno de estar al lado de este hombre y de servirlo que, en el curso de los últimos años de su pontificado y antes de cada celebración, iba a confesarme, aunque tuviésemos dos o tres celebraciones por semana. Hacía ‘rabiar’ un poco a los confesores de la basílica de San Pedro, pero sentía profundamente la necesidad de ir totalmente “limpio” cuando me acercaba al Papa. Después de tantos años de servicio, y doce viajes en el extranjero, llegué a esta conclusión: los millones de personas que participaban en las celebraciones litúrgicas presididas por el Papa acudían para encontrar a Jesús, que estaba representado por Juan Pablo II, y presente verdaderamente en él, en su predicación, en sus gestos, y en sus actitudes litúrgicas y místicas. Es por lo que las personas lloraban. Decían: “Él me habló sólo a mí, es a mí a quien miró, él ha cambiado mi vida…». ¿Cómo era posible esto cuando esa persona durante la celebración estaba alejada del Papa por centenares de metros, o incluso kilómetros, como era lo normal durante los viajes? Cómo esta persona podía decir: « ¿Él me vio », « Me habló »?
Personalmente yo también debo testimoniar que mi vida sacerdotal cambió totalmente cuando comencé a trabajar al lado de Juan Pablo II.
Todavía querría subrayar ciertos momentos muy significativos, que profundamente me ‘golpearon’ en el curso de la última celebración del Corpus Christi presidida por el Papa.
A partir de ese día, el Papa no andaba ya. El Maestro de las celebraciones litúrgicas y yo mismo lo habíamos colocado en su butaca sobre la plataforma del coche, acondicionado especialmente para la procesión: delante el Papa, sobre el reclinatorio estaba colocada la custodia con el Santísimo Sacramento. En el curso de la procesión, el Papa se me dirigió en polaco pidiéndome poder arrodillarse. Yo estaba muy confuso por esta petición, porque físicamente el Papa no se hallaba en situación de hacerlo. Con gran delicadeza, le informé de la conveniencia de no arrodillarse porque el coche oscilaba durante el trayecto, y habría sido muy peligroso de hacer un gesto de este tipo, El Papa respondió con su célebre dulce “murmullo”, un poco más tarde, a la altura de la Universidad pontificia «Antonianum », repitió de nuevo: “Quiero arrodillarme ” y yo, con mucha dificultad por darle de nuevo una negativa, le sugerí que habría sido más prudente tratar de hacerlo cerca de Santa María la Mayor; y oí de nuevo ese “murmullo”. No obstante, después de algunos segundos, llegados ya a la casa de los padres redentoristas, exclamó con determinación, y casi gritando, en polaco: «¡Jesús está aquí! Por favor». Ya no era posible contradecirle, Mons. Marini fue testigo de esos momentos. Nuestras miradas se cruzaron y, sin decir nada, comenzamos a ayudarle a arrodillarse. Lo hicimos con gran dificultad, y casi lo llevamos al reclinatorio. El Papa se agarraba al borde del mismo e intentaba sujetarse, pero sus rodillas cedían bajo él y debimos devolverle inmediatamente sobre la butaca, con unas dificultades que no eran solamente físicas, sino también debidas a las molestias de los ornamentos litúrgicos.
Habíamos asistido a una gran demostración de fe: aunque el cuerpo no respondía ya a la llamada interior, la voluntad permanecía firme y fuerte. El Papa había mostrado, a pesar de su gran sufrimiento, la fuerza interior de la fe, que quería manifestarse a través del gesto de arrodillarse. Nuestras sugerencias de que no hiciese este gesto no tenían ningún valor. El Papa siempre consideró que, delante de Cristo presente en el Santísimo, había que ser muy humilde y expresar esta humildad a través del gesto físico.
En fin, quiero subrayar que, a través de mi sencillo servicio al Sumo pontífice, yo también me volví mejor, como hombre y como sacerdote. Nos enseñó que ” el amigo verdadero era aquél que gracias al cual me vuelvo mejor “: entonces, puedo decir que, según esta definición, Juan-Pablo era mi amigo verdadero. A través de su testimonio, me he acercado aún más de este Dios, al que Juan-Pablo representaba. He podido ver cómo, en el curso de su vida, se consagraba y totalmente se entregaba a Dios con ocasión de las celebraciones litúrgicas, y es en el estado de donación como él se apagó.
Cuando murió, yo marchaba por los camerinos de Vaticano, desempeñando la función de Ceremoniero pontifical, y lloraba. Posiblemente por primera vez en mi vida de adulto no sentía vergüenza de mis lágrimas. No obstante, eran lágrimas para mí mismo: porque no soy como él, no soy un sacerdote santo, porque plenamente no me consagré al Señor, porque no soy ´´totus tuus´´.
No me acuerdo en absoluto de lo que pensaba cuando llevaba el evangeliario delante del ataúd sencillísimo de Juan Pablo II. Quería llevarlo solamente con dignidad, como se lleva el libro más importante de su vida: el libro de la vida de Juan Pablo II.
Este libro, lo dejé con Mons. Marini sobre el ataúd, y sentía cuán era indigno de este gesto. Me sentía tan pequeño y tan pecador… Rogaba al Señor para que pudiese llevar el libro del Evangelio en mi vida, como lo había llevado Juan Pablo II. Y de no cerrarlo jamás.
Desde que Juan Pablo II regresó a la casa del Padre, voy cada día a confesarme a la iglesia del Santo Spirito in Sassia´´ a las 15 horas, la hora de la misericordia “en el curso de la cual un numeroso grupo de personas canta el rosario de la misericordia y reza el Vía Crucis. Me ha sucedido varias veces sugerir a diferentes personas que fuesen a la tumba del siervo de Dios Juan Pablo II para rezar. Porque él mismo se sobrepasaba. Sobrepasaba su propio cuerpo, sus propios sufrimientos. Cuando aparecía en la ventana, y había dejado de hablar, sabíamos todos lo que habría querido decir. Cuando levantaba la mano con dificultad, hacíamos inmediatamente el signo de la cruz, porque nos bendecía siempre. Mientras que acababa de pronunciar estas palabras, muchos me respondían: ” Pero precisamente vengo de las Grutas vaticanas, de la tumba de Juan Pablo Il, y es por lo que me confieso. Yo no sabía que aún a esta hora se podía confesar “.
(‘) Ceremoniero pontifical