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El sacerdote, signo de contradicción en la actual sociedad secularizada

el-sacerdote-signo-de-contradiccion.jpg Entrevista al arzobispo Mauro Piacenza, secretario de la Congregación para el Clero

 El Jueves santo la Iglesia celebra la institución de la Eucaristía y del sacerdocio.

 ¿Qué es lo que une estrechamente estas dos realidades, que Cristo confió a su Iglesia?

En el misterio del sacrificio eucarístico —afirma el concilio Vaticano II— los sacerdotes desarrollan su función principal. No se puede entender al sacerdote sin la Eucaristía, ni podría existir la Eucaristía sin el sacerdote. De aquí se sigue que el sacerdote no puede realizarse plenamente si la Eucaristía no constituye de verdad el centro y la raíz de su vida. Todo el esfuerzo diario del sacerdote debe ser irradiación de la celebración eucarística.

¿Qué significa hoy, para el sacerdote, hacer memoria del gesto del «lavatorio de los pies», es decir, servir?

Para el sacerdote, el modo de prolongar la verdad del sacrificio litúrgico, convirtiéndolo en el sacrificio de su vida, es «servir». El sacerdote no se pertenece a sí mismo. Está al servicio del pueblo de Dios, sin límites de horario ni de calendario. No es un funcionario ni un empleado, sino un «consagrado», un «Cristo» de Dios. La gente no está en función del sacerdote; es el sacerdote el que está en función de la gente, en su totalidad, sin limitar jamás su servicio a un pequeño grupo. El sacerdote no puede elegir un lugar que le agrade, los métodos de trabajo que considere más adecuados a su manera de ser, las personas que le parezcan más simpáticas, los horarios más cómodos, las distracciones —aunque sean legítimas— cuando quitan tiempo y energías a su misión pastoral específica. La misión remite a la identidad, y la identidad remite a la misión: se iluminan recíprocamente.

 ¿Qué «aporta» un sacerdote a la humanidad?

El sacerdote —es conmovedor pensarlo— está siempre presente en la Iglesia; en todos los tiempos, por la fuerza del Espíritu Santo, es instrumento esencial de la permanencia y de la vida de la Iglesia misma. Como Cristo, el sacerdote aporta a la humanidad un beneficio muy grande: el de inquietarla. La inquietud que debe sembrar es el santo temor de Dios. Las circunstancias actuales son particularmente complejas.

 ¿Cómo se han de afrontar?

Cuando pensamos en las circunstancias actuales y en la necesidad de prepararnos para afrontarlas, creo que el método mejor para responder a las necesidades humanas es el de ser sacerdotes según el Corazón de Cristo. Si echamos una mirada a la historia, vemos que, aunque son muy numerosos los cambios en el mundo, en la sociedad, siempre es idéntico el desafío fundamental de ser sacerdotes radicalmente semejantes a Cristo.Como lo demuestra la historia, la Iglesia puede resistir a todos los ataques, a todos los asaltos que puedan lanzar contra ella las fuerzas políticas, económicas y culturales, pero no podría resistir al peligro que derivaría del olvido de las palabras de Cristo: «Vosotros sois la sal de la tierra, vosotros sois la luz del mundo». Es Jesús mismo quien señala las consecuencias de ese olvido: «Si la sal se desvirtúa, ¿cómo se preservará al mundo de la corrupción?». En efecto, ¿para qué serviría un sacerdote tan asimilado al mundo que se mimetizara con él y ya no fuera levadura transformadora? Frente a un mundo anémico de oración y de adoración, de verdad y de justicia, el sacerdote es ante todo el hombre de la oración, de la adoración, del culto, de la celebración de los santos misterios, «ante los hombres, en nombre de Cristo». La mejor contribución que puede dar el sacerdote a la causa de la justicia y de la paz es seguir siendo siempre un hombre de Dios.Este día se renuevan las promesas sacerdotales.

 ¿Cuáles son los compromisos más urgentes y actuales que debería renovar un sacerdote ante Dios y ante los hermanos?

 Creo que el primer compromiso es el del testimonio, entendido etimológicamente como martirio: un compromiso misionero motivado, con la certeza renovada de que Cristo normalmente viene a nosotros sólo «en la» Iglesia y «por la» Iglesia, la cual prolonga su presencia en el tiempo.Se debe recordar que la Iglesia sólo podrá evangelizar auténticamente las realidades «naturales» si no renuncia a su identidad sobrenatural. Cueste lo que cueste, debe seguir siendo lo que es: realidad trascendente y misterio.Es difícil, pero estimulante. La Iglesia tiene la tarea «negativa» de librar al mundo del ateísmo, y la tarea «positiva» de satisfacer la necesidad irrenunciable que tiene el hombre, de modo consciente o inconsciente, de realizarse, o sea, de santidad.Y aquí entra el sacerdote. Es aquí donde interviene, como un emisario de Dios para responder a la sed ardiente de una humanidad siempre en búsqueda.El sacerdote celebra la Eucaristía «in persona Christi».  ¿Cómo puede un sacerdote ser digno de esa responsabilidad?Sólo Dios, en su misericordia, puede «hacer dignos» a los hombres de una tarea tan extraordinaria, incluso inaudita. El sacerdote lo es a imagen del Salvador: debe tratar de asemejarse lo más posible a él, debe estar dispuesto a darse, a entregarse totalmente, en alma y cuerpo, voluntad y corazón, al servicio de Cristo y, por tanto, de los hermanos. La totalidad de la oblación a Dios es lo que garantiza la totalidad del servicio a los hermanos, lo que garantiza la dinámica misionera, como la castidad garantiza el carácter esponsal y la gran paternidad. En todo esto no se puede dar un «no», sino un «sí» grande y liberador.Esta es la clave para entender las promesas de obediencia, de castidad vivida en el celibato, en el compromiso de un camino de desprendimiento de las cosas, de las situaciones, de sí mismos; en el clima de una fraternidad sacerdotal intensa y sacramental. Todo esto se comprende si existe un amor más grande, en la lógica gozosa de la entrega. El sacerdote no tendrá jamás crisis de identidad, ni de soledad, ni de frustración cultural si, resistiendo a la tentación de confundirse con la multitud anónima —en su intención, en su rectitud moral y en su estilo—, no se aparta jamás del altar del sacrificio del Cuerpo y de la Sangre de Cristo.¿Cuál debe ser la correcta relación entre fieles laicos y sacerdotes?

Deben ser hermanos en medio de hermanos, aunque con tareas esencialmente diversas. En efecto, algunos están llamados a ser padres y otros no, pero todos ciertamente están llamados a la santidad en Cristo.

Hoy se habla mucho de celibato sacerdotal. ¿Qué se puede decir a este respecto?

Con respecto al celibato sagrado, nos encontramos ante un icono particularmente significativo del buen Pastor, que no guarda nada para sí, sino que lo da todo por el bien de la grey. Una atenta reflexión cristológica permite apreciar la estrechísima conveniencia de asociar esta práctica de vida al estado sacerdotal.Podríamos decir que desde los tiempos de los Apóstoles hasta nuestros días existe una significativa continuidad en la doctrina del Magisterio sobre el celibato. Ciertamente, de esta riqueza deriva una exigencia de radicalidad evangélica, que favorece de modo especial el estilo de vida «esponsal». Brota de la configuración del sacerdote con Jesucristo por el sacramento del Orden. El sacerdote está llamado a vivir una vida de imitación de Cristo que lo eleva al nivel de los consejos evangélicos: la continencia perfecta, a ejemplo de la virginidad de Cristo, le permite ejercer más plenamente la caridad pastoral, hasta el punto de que se puede ver en él a otro Cristo, alter Christus.

¿Y la tan debatida soledad del sacerdote?

La Iglesia asiste hoy a una disolución cada vez más acentuada de los vínculos entre las personas, en todos los ámbitos sociales. Precisamente se tiende a concebir la familia como un lugar de paso o de relaciones pactadas, pero siempre revocables. Es lógico que la figura del sacerdote célibe sufra el impacto de estas innumerables soledades. Al igual que es necesario poner en el centro de la vida cristiana auténticas comunidades familiares, capaces de dar esperanza y de hacer brillar el don de la comunión y su fecundidad, también necesitamos sacerdotes que sepan mostrar la fecundidad de la comunión, la fecundidad comunitaria de su «soledad» virginal.La iniciativa de la Congregación para el clero de hacer una «cordada» de adoración eucarística mundial por los sacerdotes debe interpretarse también desde esta perspectiva esencialmente sobrenatural de comunión. Servirá ciertamente a los sacerdotes como fuente inagotable y divina de energías misioneras, pero servirá asimismo a los fieles laicos para recuperar la verdad sobre el sacerdocio ministerial católico, que en ningún caso puede reducirse a mero funcionarismo pastoral, acogido solamente por la importancia social que pueda tener. Y no es lícito generalizar, achacando a todo el clero lo que corresponde a la responsabilidad de unos pocos.

¿Cómo se explica la crisis de vocaciones en la sociedad actual?

Siempre que se habla de «crisis de vocaciones», al igual que cuando se habla de «crisis del matrimonio», se debe pensar más bien en una crisis que está en la raíz y origina las demás: la crisis de fe.Hay un dato real que todos pueden constatar: los jóvenes, cuando se les abren, con fe en la gracia, los amplios horizontes de la integridad del seguimiento de Cristo, responden en gran número y con auténtico entusiasmo, mientras que cuando se les intenta reducir la identidad del sacerdote y del ministerio pastoral, no se sienten motivados y se produce una progresiva desertización. A veces se constata, con mucha tristeza, la decadencia y se buscan soluciones que no son más que la premisa de la decadencia misma.

Hace falta la humildad de la verdad: saber reconocer los propios errores. Hace falta valentía, la valentía de saber poner en tela de juicio incluso las opciones que no han dado fruto o que han producido una devastación. Por tanto, no hay que justificarse escudándose tras el pretexto de «nuevas estructuras». Sólo se puede proponer una terapia cuando se ha hecho un diagnóstico claro, sin compasión. Hace falta orar, orar y orar, para que no se caiga en lo que dice el Salmo 135: «Tienen ojos y no ven. Tienen orejas y no oyen», con la certeza de que Dios nunca dejará sola a su Iglesia y no permitirá que le falten pastores «según su Corazón».

L’Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 28 de marzo de 2008.