«Muero como un ángel…»
Lo habían recogido, harapiento y muy enfermo, a las afueras de Calcuta. El anciano mendigo llevaba tiempo a la intemperie, sin que nadie lo mirase siquiera, hasta que pasaron a su lado las Misioneras de la Caridad y lo llevaron al Moridero atendido por su Madre Teresa.
Lo lavaron y cuidaron con su cariño habitual. A los tres días, cercana ya su muerte, iluminado el rostro con la sonrisa verdadera del amor agradecido, susurró así a las Hermanas: «Toda mi vida he vivido como un animal, y ahora voy a morir como un ángel». Este humanísimo testimonio de dignidad contrasta fuertemente con esa gran mentira que el progresismo contemporáneo se empeña en llamar muerte digna, la eutanasia –buena muerte, ¡qué sarcasmo!- Hace diez años, en su Declaración La eutanasia es inmoral y antisocial, la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española ya lo decía bien claro: «La atención esmerada y cuidadosa de los más débiles es precisamente lo que dignifica a los más fuertes y timbre de verdadero progreso moral y social».
En el llamado mundo occidental, pero sobre todo en España, y con tintes tan demenciales que llegan hasta lo que el sentido crítico de la gente llama sedaciones definitivas, avanza esa locura de la perversión del lenguaje que trata de revestir de dignidad la más siniestra de las indignidades, como es el desprecio, hasta el asesinato, de los seres humanos más desvalidos: los no nacidos y los ancianos y enfermos terminales, justamente aquellos en quienes no cabe la confusión acerca de la esencia de su dignidad humana, pues ni el dinero ni el estatus social, ni la salud ni el éxito, ni los logros intelectuales y ni siquiera los espirituales y morales pueden distraer la atención de esa imagen divina que los constituye. Como recuerda el citado documento de los obispos españoles, la dignidad de la vida humana «le viene de su origen y destino divinos». Olvidarlo es condenarse a la más inhumana de las vidas. Se habla estos días, hasta la saciedad, de una ley de igualdad de hombres y mujeres, pero hay una ceguera absoluta respecto a su contenido -¿igualdad en qué, si no es en la semejanza divina?-; como la ceguera respecto a las llamadas calidad de vida y esperanza de vida. ¿Dónde está esa calidad? ¿En el Comamos y bebamos, que mañana moriremos? ¿Y qué clase de esperanza es la de quien se ve avanzar en años, al tiempo que en el miedo a un abandono tal que acabe con su vida?
Es monstruoso el número de abortos en España, y progresiva su crueldad; sin embargo, su aceptación social -como definía don Julián Marías el mayor mal de nuestro tiempo- no parece que disminuya en absoluto, y se intenta que aumente, del mismo modo, la de la eutanasia. La alarma ya la encendió Juan Pablo II en 1995, en su encíclica Evangelium vitae: «La Humanidad de hoy nos ofrece un espectáculo verdaderamente alarmante, si consideramos no sólo los diversos ámbitos en los que se producen los atentados contra la vida, sino también su singular proporción numérica, junto con el múltiple y poderoso apoyo que reciben de una vasta opinión pública, de un frecuente reconocimiento legal y de la implicación de una parte del personal sanitario». Y añade más adelante: «Se llega, además, al colmo del arbitrio y de la injusticia cuando algunos, médicos o legisladores, se arrogan el poder de decidir sobre quién debe vivir o morir». Frente a ello, se alza llena de esperanza la voz de la Iglesia. Benedicto XVI acaba de alzarla en el Congreso Junto al enfermo incurable y al moribundo: orientaciones éticas y operativas, organizado en Roma por la Academia Pontificia para la Vida. Valora el Papa «el incesante progreso de las ciencias médicas» y «el alto nivel de los instrumentos tecnológicos»; pero hay algo más necesario aún, indispensable para no caer en la más cruel inhumanidad.
«Conscientes del hecho -dice Benedicto XVI a los participantes en este Congreso, recordando su encíclica sobre la esperanza- de que no es la ciencia la que redime a los hombres, la sociedad entera, y en particular los sectores ligados a la ciencia médica, somos llamados a expresar la solidaridad del amor, la salvaguardia y el respeto de la vida humana en todo momento de su desarrollo terreno, sobre todo cuando sufre una condición de enfermedad, o está en su fase terminal». Y dice más el Santo Padre, hablando del «urgente desafío» para todos, y en primer lugar para la Iglesia, de aportar a quien vive esta situación «el esplendor de la verdad revelada y el apoyo de la esperanza». No es sólo «un hecho biológico que se agota, o una biografía que se cierra, sino un nuevo nacimiento y una existencia renovada», pues «con la muerte se concluye la experiencia terrena, pero a través de la muerte se abre también, para cada uno de nosotros, más allá del tiempo, la vida plena y definitiva». ¡Qué bien y con cuanta fuerza nos lo dijo a la Humanidad entera, en su elocuentísimo silencio rebosante de la verdadera dignidad de los últimos días de su vida terrena, Juan Pablo II!
Alfa y Omega, 28 de febrero de 2008