Conversos: Jacques Fesch
En dos mil años de cristianismo la Iglesia nunca había «canonizado» a un condenado a muerte convertido mientras espera la ejecución, salvo, claro está, el caso del Buen Ladrón, a quien el mismo Jesucristo hizo entrar con Él en el Paraíso. Es éste, por lo tanto, un caso absolutamente excepcional. Jacques Fesch, un joven francés de 27 años, es guillotinado el 30 de septiembre de 1957 por el asesinato de un policía. Treinta años después, el arzobispo de París, cardenal Lustiger, inició el proceso informativo para la beatificación de Fesch, del que comentó: «Espero que Jacques Fesch sea considerado algún día como un ejemplo de santidad».
Un asesino, ejemplo de santidad? Algunos se podrían sorprender. ¿No habíamos quedado que la santidad estaba reservada para los virtuosos? Jacques Fesch no era virtuoso. Su familia y sus amigos así lo atestigüan: Era el rubio lleno de pasta, dicen sus compañeros de clase. Un chico sin personalidad y un alumno poco valioso, comentan sus profesores. Le expulsaron del colegio a causa de su pereza e indisciplina. Consideraba inútil el trabajo. Era taciturno y hablaba poco. No tenía madera de líder; su único prestigio entre los amigos nacía del dinero que derrochaba; por lo demás, pasaba desapercibido. Su permanente distracción eran los bares y las interminables juergas.
Vida sin norte
Tenía 18 años y su vida seguía sin norte, como dejándose llevar… a ninguna parte. Experimentaba hastío por su pasado y vértigo por su desesperante presente. Nada le hacía feliz. Había abandonado los estudios, pero el trabajo que le había proporcionado su padre no le llenaba. En su casa tampoco encontraba el calor que buscaba; mis padres no se enten- dían —escribiría años más tarde en pri- sión—. El resultado era un ambiente familiar abominable, cargado de alaridos en los momentos culminantes, y de tensión y dureza después de las crisis. No había respeto, no había amor». A los veinte años se casó. Me casé primordialmente porque mi mujer estaba encinta y también porque en mi nueva familia encontré una apariencia de calor… No amaba a mi mujer, pero me entendía amistosamente con ella. Quería a mi hija, pero ¿qué significa un niño cuando se tienen veinte años y se carece de todo freno moral?
Sabor a remordimiento
Jacques necesitaba nuevas experiencias. Como declarará años después, la separación de mi mujer y mi hija me había desequilibrado aún más. Me había dejado sabor a remordimiento. Intentó trabajar, pero al primer fracaso abandonó. Necesitaba algo nuevo, más vértigo. Y, ¿hay algo más novelesco, aventurero y seductor que el amigo que te susurra al oído las maravillas de la vida independiente del navegante solitario? Su sueño consistirá en la compra de un velero para huir a un país lejano. No tenía suficiente dinero para adquirirlo, así que alguna argucia tenía que inventar para obtenerlo. ¿Libre?, no lo era —escribe Jacques—. Todo me empujaba a huir, a seguir la ancha vía que conduce al abismo. Cada día transcurrido apretaba en torno a mí la red que iba a asfixiarme. ¡Un alma atrapada! Ahora solo queda poner en marcha el proyecto (…) un barco cuesta muy caro e inmediatamente comprendes que hay que “espabilar” para obtenerlo. No hay más que una solución: robar. No es que me gustara la idea del robo, pero necesitaba una meta diferente de las ambiciones del vegetal; cualquier nadería me habría salvado (…) como el alpinista que preso del vértigo se arroja al abismo, uno acaba sintiéndose terriblemente obnubilado por esa idea que elimina toda capacidad de reflexión, y termina por no poder librarse del mal más que cometiéndolo…
Y así fue. Su premeditado proyecto se puso en marcha. Eligió a su víctima —un cambista entrado en años— robándole todo el dinero que tenía en la caja. Huyó despavorido, percatándose de que le perseguía la policía. Me sentía completamente enloquecido, había perdido el control de mí mismo. Lo veía todo confuso. El agente de policía no era para mí más que una forma vaga… Tenía que ocurrir así. Disparó mi subconsciente, porque yo ya no vivía.
La pena capital
Entró en la cárcel. Fue condenado a la pena capital. Lo que parecía el final lógico de una triste vida se acabará convirtiendo en el principio de la felicidad. Aguijoneado incesantemente por mi abogado, al cabo de unos meses de detención intenté creer. Ya no tenía la certeza de la inexistencia de Dios; a pesar de carecer de fe, me hacía receptivo e intentaba creer apoyándome en la razón, sin rezar o rezando muy poco. Luego, tras un año de cárcel, experimenté un intenso sentimiento que me hizo sufrir mucho, y brutalmente, en unos instantes, alcancé la fe con absoluta certeza.
Hace tres días —escribió a su pequeña Monique— que he recuperado la fe. No es que me hubiera abandonado del todo, sino que, con el tiempo y las pruebas, se había instalado cómodamente en la tibieza que, según se dice, hasta el mismo infierno rechaza. Por segunda vez en mi vida, caen las escamas de mis ojos y percibo la misericordia del Señor.
A partir de este momento, Jacques comprenderá que el Señor no viene para castigar, sino para salvar. El castigo que me espera no es una deuda que tengo que satisfacer, sino un regalo que el Señor me hace. Su muerte la vivirá como una relación de amor con Dios. En él se ha cumplido la parábola de los jornaleros. No importa el momento en el que se encuentre a Dios, lo importante es encontrarlo y amarlo… aunque sea en los últimos instantes de la vida.
Jacques Fesh fue un hombre con todas las limitaciones del mundo, y probablemente es el reflejo de muchos jóvenes de hoy. Sin embargo, dejó que entrara la gracia en su vida. Todo lo tenía en contra: su familia, su pereza, sus pecados, la falta de ilusión existencial… pero se hizo pequeño. Se abandonó a la misericordia de Dios y le pidió ayuda. Y Dios salió a su encuentro. Jesús no canoniza el pecado, sino el arrepentimiento —dice el cardenal Lustiger— y así nadie puede decirse excluido del amor de Dios.
Esta es la historia de un santo diferente.
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De su diario íntimo
Todas las mañanas me levanto triste y con la mente en blanco. Me invaden los mismos amargos pensamientos de siempre y sólo me siento fuerte rodeado de solicitud después de haber rezado. Jesús está aquí, junto a mí, casi lo palpo. Le llamo y al momento me invade su dulzura, llenándome de alegría. ¡Como un crío! Evidentemente, los momentos de oscuridad que estoy atravesando me resultan más penosos todavía si los comparo con los de consolación. Me falta confianza en Su amor… Hay egoísmo en mi búsqueda de la ayuda que me presta. Aunque rinda mi voluntad para someterla a la Suya, continúo esperando que Él haga todo el trabajo. Me siento inquieto porque percibo mi miseria como nunca, y comprendo que los dones que recibo son desproporcionados a mis lamentos en petición de ayuda. ¡Poder de la oración! Tengo que hacer un esfuerzo de voluntad mayor para creer, sobre todo en la noche del alma; entonces mi plegaria cobrará más valor.