Cartas del diablo a su sobrino. Carta XXIX. C. S. Lewis
Amena y mordaz radiografía del hombre moderno… y de las tentaciones a que se expone.
Mi querido Orugario:
Ahora que es seguro que los humanos alemanes van a bombardear la ciudad de tu paciente y que sus obligaciones le van a mantener en el lugar de máximo peligro, debemos pensar nuestra política. ¿Hemos de tomar por objetivo la cobardía o el valor, con el orgullo consiguiente… o el odio a los alemanes?
Bueno, me temo que es inútil tratar de hacerle valiente. Nuestro Departamento de Investigación no ha descubierto todavía (aunque el éxito se espera cada hora) cómo producir ninguna virtud. Esta es una grave desventaja. Para ser enorme y efectivamente malo, un hombre necesita alguna virtud. ¿Qué hubiera sido Atila sin su valor, o Shylock sin abnegación en lo que se refiere a la carne? Pero como no podemos suministrar esas cualidades nosotros mismos, sólo podemos utilizarlas cuando las suministra el Enemigo; y esto significa dejarle a Él una especie de asidero en aquellos hombres que, de otro modo, hemos hecho más totalmente nuestros. Un arreglo muy insatisfactorio, pero confío en que algún día conseguiremos mejorarlo.
El odio podemos conseguirlo. La tensión de los nervios humanos en medio del ruido, el peligro y la fatiga les hace propensos a cualquier emoción violenta, y sólo es cuestión de guiar esta susceptibilidad por los conductos adecuados. Si su conciencia se resiste, atúrdele. Déjale decir que siente odio no por él, sino en nombre de las mujeres y los niños, y que a un cristiano le dicen que perdone a sus propios enemigos, no a los de otras personas. En otras palabras, déjale considerarse lo bastante identificado con las mujeres y los niños como para sentir odio en su nombre, pero no lo bastante identificado como para considerar a los enemigos de éstos como propios y, en consecuencia, como merecedores de su perdón.
Pero es mejor combinar el odio con el miedo. De todos los vicios, sólo la cobardía es puramente dolorosa: horrible de anticipar, horrible de sentir, horrible de recordar; el odio tiene sus placeres. En consecuencia, el odio es a menudo la compensación mediante la que un hombre asustado se resarce de los sufrimientos del miedo. Cuanto más miedo tenga, más odiará. Y el odio es también un antídoto de la vergüenza. Por tanto, para hacer una herida profunda en su caridad, primero debes vencer su valor.
Ahora bien. Esto es un asunto peliagudo. Hemos hecho que los hombres se enorgullezcan de la mayor parte de los vicios, pero no de la cobardía. Cada vez que hemos estado a punto de lograrlo, el Enemigo permite una guerra o un terremoto o cualquier otra calamidad, y al instante el valor resulta tan obviamente encantador e importante, incluso a los ojos de los humanos, que toda nuestra labor es arruinada, y todavía queda un vicio del que sienten auténtica vergüenza. El peligro de inculcar la cobardía a nuestros pacientes, por tanto, estriba en que provocamos verdadero conocimiento de sí mismos y verdadero autodesprecio, con el arrepentimiento y la humildad consiguientes. Y, de hecho, durante la última guerra, miles de humanos, al descubrir su cobardía, descubrieron la moral por primera vez. En la paz, podemos hacer que muchos de ellos ignoren por completo el bien y el mal; en peligro, la cuestión se les plantea de tal forma en la que ni siquiera nosotros podemos cegarles. Esto supone un cruel dilema para nosotros. Si fomentásemos la justicia y la caridad entre los hombres, le haríamos el juego directamente al Enemigo; pero si les conducimos al comportamiento opuesto, esto produce antes o después (porque Él permite que lo produzca) una guerra o una revolución, y la ineludible alternativa entre la cobardía y el valor despierta a miles de hombres del letargo moral.
Ésta es, de hecho, probablemente, una de las razones del Enemigo para crear un mundo peligroso, un mundo en el que las cuestiones morales se plantean a fondo. El ve tan bien como tú que el valor no es simplemente una de las virtudes, sino la forma de todas las virtudes en su punto de prueba, lo que significa en el punto de máxima realidad. Una castidad o una honradez o una piedad que cede ante el peligro será casta u honrada o piadosa sólo con condiciones. Pilatos fue piadoso hasta que resultó arriesgado.
Es posible, por tanto, perder tanto como ganamos haciendo de tu hombre un cobarde: ¡puede aprender demasiado sobre sí mismo! Siempre existe la posibilidad, claro está, no de cloroformizar la vergüenza, sino de agudizarla y provocar la desesperación. Esto sería un gran triunfo. Demostraría que había creído en el perdón de sus otros pecados por el Enemigo, y que lo había aceptado, sólo porque él mismo no sentía completamente su pecaminosidad; que con respecto al único vicio cuya completa profundidad de deshonra comprende no puede buscar el Perdón, ni confiar en él. Pero me temo que le has dejado avanzar demasiado en la escuela del Enemigo, y que sabe que la desesperación es un pecado más grave que cualquiera de los que la producen.
En cuanto a la técnica real de la tentación a la cobardía, no hace falta decir mucho. Lo fundamental es que las precauciones tienden a aumentar el miedo. Las precauciones públicamente impuestas a tu paciente, sin embargo, pronto se convierten en una cuestión rutinaria, y ese efecto desaparece. Lo que debes hacer es mantener dando vueltas por su cabeza (al lado cíe la intención consciente de cumplir con su deber) la vaga idea de todo lo que puede hacer o no hacer, dentro del marco de su deber, que parece darle un poco más de seguridad. Desvía su pensamiento de la simple regla (“Tengo que permanecer aquí y hacer tal y cual cosa”) a una serie de hipótesis imaginarias. (“Si ocurriese A —aunque espero que no— podría hacer B, y en el peor de los casos, podría hacer C.”) Si nos las reconoce como tales, se le pueden inculcar supersticiones. La cuestión es hacer que no deje de tener la sensación de que, aparte del Enemigo y del valor que el Enemigo le infunde, tiene algo a lo que recurrir, de forma que lo que había de ser una entrega total al deber, se vea totalmente minado por pequeñas reservas inconscientes. Fabricando una serie de recursos imaginarios para impedir “lo peor”, puedes provocar, a ese nivel de su voluntad del que no es consciente, la decisión de que no ocurrirá “lo peor”. Luego, en el momento de verdadero terror, méteselo en los nervios y en los músculos y puedes conseguir que cometa el acto fatal antes de que sepa qué te propones. Porque, recuérdalo, el acto de cobardía es lo único que importa; la emoción del miedo no es, en sí, un pecado, y, aunque disfrutamos de ella, no nos sirve para nada.
Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO