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Cartas del diablo a su sobrino. Carta XXVIII. C. S. Lewis

Amena y mordaz radiografía del hombre moderno… y de las tentaciones a que se expone

 

Mi querido Orugario:

 

Cuando te dije que no llenases tus cartas de basura acerca de la guerra quería decir, por supuesto, que no quería oír tus rapsodias más bien infantiles sobre la muerte de los hombres y la destrucción de las ciudades. En la medida en que la guerra afecte realmente el estado espiritual del paciente, naturalmente quiero informes completos. Y en este aspecto pareces singular­mente obtuso. Así, me cuentas con alegría que hay motivos para esperar intensos ataques aéreos sobre la ciudad donde vive el paciente. Éste es un ejemplo atroz de algo acerca de lo que ya me he lamentado: la facilidad con que olvidas la finalidad principal de tu goce inmediato del sufrimiento humano. ¿No sabes que las bombas matan hombres? ¿O no te das cuenta de que la muerte del paciente, en este momento, es precisamente lo que queremos evitar? Ha escapado de los amigos mundanos con los que intentaste liarle, se ha «enamorado» de una mujer muy cristiana y de momento es inmune a tus ataques contra su castidad, y los diferentes métodos de corromper su vida espiritual que hemos probado hasta ahora no han tenido éxito. En este momento, cuando todo el impacto de la guerra se acerca y sus esperanzas mundanas ocupan un lugar proporcionalmente inferior en su mente, llena de su trabajo de defensa, llena de la chica, obligada a ocuparse de sus vecinos más que nunca lo había hecho y gustándole más de lo que esperaba, «fuera de sí mismo», como dicen los hombres, y aumentando cada día su dependencia consciente del Enemigo, es casi seguro que le perderemos si muere esta noche. Esto es tan evidente que me da vergüenza escribirlo. Me pregunto a veces si no se os mantendrá a los diablos jóvenes durante demasiado tiempo seguido en misiones de tentación, si no corréis algún peligro de resultar infectados por los sentimientos y valores de los huma­nos entre los que trabajáis. Ellos, por supuesto, tienden a considerar la muerte como el mal máximo, y la supervivencia como el bien supremo. Pero esto es porque les hemos educado para que pensaran así. No nos dejemos contagiar por nuestra propia propaganda. Ya sé que parece extraño que tu objetivo primordial por el momento sea precisamente aquello por lo que rezan la novia y la madre del paciente; es decir, su seguri­dad física. Pero así es: deberías estar cuidándole como la niña de tus ojos. Si muere ahora, lo pierdes. Si sobrevive a la guerra, siempre hay esperanza. El Enemigo le ha protegido de ti du­rante la primera gran oleada de tentaciones. Pero, sólo con que se le pueda mantener vivo, tendrás al tiempo mismo como aliado tuyo. Los largos, aburridos y monótonos años de pros­peridad en la edad madura o de adversidad en la misma edad son un excelente tiempo de combate. Es tan difícil para estas criaturas el perseverar… La rutina de la adversidad, la gradual decadencia de los amores juveniles y de las esperanzas juveni­les, la callada desesperación (apenas sentida como dolorosa) de superar alguna vez las tentaciones crónicas con que una y otra vez les hemos derrotado, la tristeza que creamos en sus vidas y el resentimiento incoherente con que les enseñamos a reac­cionar a ella, todo esto proporciona admirables oportunidades para desgastar un alma por agotamiento. Si, por el contrario, su edad madura resulta próspera, nuestra posición es aún más sólida. La prosperidad une a un hombre al Mundo. Siente que está «encontrando su lugar en él», cuando en realidad el mundo está encontrando su lugar en él. Su creciente prestigio, su cada vez más amplio círculo de conocidos, la creciente presión de un trabajo absorbente y agradable, construyen en su interior una sensación de estar realmente a gusto en la Tierra, que es precisamente lo que nos conviene. Notarás que los jóvenes suelen generalmente resistirse menos a morir que los maduros y los viejos.

 

Lo cierto es que el Enemigo, tras haber extrañamente des­tinado a estos meros animales a la vida en Su propio mundo eterno, les ha protegido bastante eficazmente del peligro de sentirse a gusto en cualquier otro sitio. Por eso debemos con frecuencia desear una larga vida a nuestros pacientes; en seten­ta años no sobra un día para la difícil tarea de desenmarañar sus almas del Cielo y edificar una firme atadura a la Tierra. Mientras son jóvenes, siempre les encontramos saliéndose por la tangente. Incluso si nos las arreglamos para mantenerles ignorantes de la religión explícita, los imprevisibles vientos de la fantasía, la música y la poesía —el mero rostro de una muchacha, el canto de un pájaro o la visión de un horizonte—, siempre están volando por los aires toda nuestra estructura. No se dedicarán firmemente al progreso mundano, ni a las relacio­nes prudentes, ni a la política de seguridad ante todo. Su apetito del Cielo es tan empedernido que nuestro mejor méto­do, en esta etapa, para atarles a la Tierra es hacerles creer que la Tierra puede ser convertida en el Cielo en alguna fecha futura por la política o la eugenesia o la «ciencia» o la psicología o cualquier cosa. La verdadera mundanidad es obra del tiempo, ayudado, naturalmente, por el orgullo, porque les en­señamos a describir la muerte que avanza arrastrándose como Buen Sentido o Madurez o Experiencia. La experiencia, en el peculiar sentido que les enseñamos a darle, es, por cierto, una palabra de gran utilidad. Un gran filósofo humano casi reveló nuestro secreto cuando dijo que, en lo referente a la Virtud, «la experiencia es la madre de la ilusión»; pero gracias a un cambio de moda, y gracias también, por supuesto, al Punto de Vista Histórico, hemos hecho prácticamente inofensivo su libro.

 

Puede calcularse lo inapreciable que es el tiempo para nosotros por el hecho de que el Enemigo nos conceda tan poco. La mayor parte de la raza humana muere en la infancia; de los supervivientes, muchos mueren en la juventud. Es obvio que para Él el nacimiento humano es importante sobre todo como forma de hacer posible la muerte humana, y la muerte sólo como pórtico a esa otra clase de vida. Se nos permite trabajar únicamente sobre una minoría selecta de la raza, porque lo que los humanos llaman una «vida normal» es la excepción. Al parecer, El quiere que algunos —pero sólo muy pocos— de los animales humanos con que está poblando el Cielo hayan teni­do la experiencia de resistirnos a lo largo de una vida terrenal de sesenta o setenta años. Bueno, ésa es nuestra oportunidad. Cuanto menor sea, mejor hemos de aprovecharla. Hagas lo que hagas, mantén a tu paciente tan a salvo como te sea posible.

 

Tu cariñoso tío,

 

ESCRUTOPO