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Para encontrar el Norte (7/…). Entonces, ¿quién es Jesucristo?

El hombre es un buscador, pero necesita una brújula para encontrar su norte.

Desde el principio se hace preguntas sobre cuestiones decisivas: sobre la vida y la muerte, el futuro y el destino, el sentido, y en el fondo sobre Dios. Y resulta que Él ha salido antes al paso y ofrece las respuestas-brújula. Buscamos muchos “cómo” y muchos “porqué”, aunque deberíamos preguntarnos más el “para qué”, es decir, el sentido y la finalidad de lo que nos ocurre.

En estas entregas las preguntas de la vida son formuladas por Barto, en recuerdo de aquel Bartolomé que preguntó al Señor ¿de qué me conoces?, alternando con Lidia aquella que recibió la luz de la fe escuchando a Pablo: la primera mujer cristiana de Europa que supo transmitir luego a su casa y a sus amistades. Las respuestas vienen de Pedro, que sabe dar razón de la esperanza cristiana como pedía a los primeros cristianos aquel pescador de Galilea.

Las respuestas no pretenden exponer todos los aspectos de la fe cristiana o de las paradojas humanas, sino los más elementales, a fin de impulsar un comportamiento sensato y cristiano en una sociedad antropocéntrica que se olvida de Dios, de Jesucristo, y del Evangelio proclamado por la Iglesia. Comencemos pues a preguntar y a responder.

 

II a.  QUIÉN ES JESUCRISTO

 

Lidia:

No quiero poner en duda la fe, pero ¿cómo comprobar que Jesucristo es realmente Dios?

Pedro:

-Jesucristo es conocido en la mayor parte del mundo, aunque lo sea de modo imperfecto o superficial. Sin duda es el personaje más importante y famoso de la historia humana, no sólo en nuestro tiempo sino en todas las épocas. Sin embargo, eso no significa que crean que es Dios como los cristianos con la enseñanza de la Iglesia. Algunos le conocen simplemente como el fundador de la religión más extendida por el planeta, otros como un gran profeta enviado por Dios, y otros como el modelo de una doctrina moral muy elevada, etc. Los cristianos, en cambio, creéis que es realmente el “Dios-con-nosotros”, el Salvador del mundo, en todo tiempo y lugar. No deja de ser una gran osadía que está apoyada en testimonios creíbles de que Dios se ha hecho hombre sin dejar de ser Dios, pues si no fuera por tantos signos de credibilidad nadie se atrevería a decirlo con plena seguridad.

Es verdad que algunas mitologías antiguas elaboraron complejos sistemas de dioses en el Olimpo de los griegos, pero aquello era otra cosa; sus divinidades masculinas o femeninas adquirían apariencias temporales como actores que se revisten por un rato de un personaje teatral, para satisfacer sus deseos y caprichos.

Sin embargo, el cristianismo afirma otra cosa absolutamente distinta: que el Hijo de Dios ha tomado o asumido la naturaleza humana definitivamente sin dejar de ser Dios, para la salvación de toda la humanidad movido por su infinito amor. Ese “momento divino descendiente” realizado mediante su Encarnación se ha completado con el correspondiente “momento ascendente” con su Resurrección y Ascensión gloriosa a los cielos para siempre, llevando consigo como Cabeza a todos los que son incorporados a Él mediante la gracia de los sacramentos y la caridad.

Si lees el Nuevo Testamento en la Tradición cristiana e incluso algunos testimonios extrabíblicos de historiadores no cristianos como Flavio Josefo puedes saber lo que pensaban de Jesús quienes le trataron. Fueron miles de seguidores y discípulos que admiraron sus enseñanzas, un ideal de vida jamás mostrado, y uno signos y prodigios solo atribuibles a su poder divino. Los apóstoles elegidos directamente por Él entre tantos discípulos fueron testigos privilegiados y habituales de su doctrina y sus milagros.

Te recuerdo el asombro cuando en medio de una tempestad en el lago de Genezaret, los expertos en la navegación por esas aguas están a punto de perecer, y Jesús responde a sus gritos mandando serenarse de inmediato a los elementos: «Jesús les respondió: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe? Entonces, levantándose, increpó a los vientos y al mar, y se produjo una gran bonanza. Los hombres se admiraron y dijeron: ¿Quién es éste que hasta los vientos y el mar le obedecen?» (Mateo 8, 26-27).

Aquellos discípulos van siendo testigos y colaboradores de Jesús en tantos milagros porque se fían del Maestro y reciben nuevos dones para tener una fe más firme en Él. Son curaciones de personas concretas, ciegos, leprosos, paralíticos; curaciones de endemoniados al mandarlo con su imperio; milagros sobre la naturaleza de las cosas como las multiplicaciones de panes y peces, varias pescas milagrosas, caminar sobre las aguas, etc. Más aún prodigiosas fueron las resurrecciones de la hija de Jairo, la del joven hijo de la viuda en Naím, la del siervo del centurión en Cafarnaúm o la de su amigo Lázaro en Betania a los tres días de haber sido enterrado.

Sin embargo, la cumbre de tantos milagros será la propia Resurrección de Jesucristo anunciada de varias maneras, comprobada por los apóstoles y discípulos e incontestada por sus mismos enemigos, que incluso urdieron un plan bochornoso sobornando a los centinelas del sepulcro para que dijeran que el cadáver había sido robado. Lo asombroso de tantos milagros es que no los hace primariamente para convencer a los amigos y convertir a los enemigos sino para remediar necesidades de personas determinadas por las que siente compasión con su corazón humano.

Todos estos milagros, el ejemplo de su vida, o la sublimidad de sus palabras lucen ante la inteligencia humana para que reconozca sencillamente una realidad probada, y además llaman a vuestra conciencia para no evadirse del compromiso de fe que comporta admitir que Jesucristo es sencillamente Dios-con-nosotros.

Jesús Ortiz