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Cartas del diablo a su sobrino. Carta XXVI. C.S.Lewis

Amena y mordaz radiografía de la religiosidad del hombre moderno… de las tentaciones a que se expone

 

Mi querido Orugario:

Sí; el noviazgo es el momento de sembrar esas semillas que engendrarán, diez años después, el odio doméstico. El encanta­miento del deseo insaciado produce resultados que se puede hacer que los humanos confundan con los resultados de la caridad. Aprovéchate de la ambigüedad de la palabra «Amor»: déjales pensar que han resuelto mediante el amor problemas que de hecho sólo han apartado o pospuesto bajo la influencia de este encantamiento. Mientras dura, tienes la oportunidad de fomentar en secreto los problemas y hacerlos crónicos.

El gran problema es el del «desinterés». Observa, una vez más, el admirable trabajo de la Rama Filológica al sustituir por el negativo desinterés la positiva caridad del Enemigo. Gracias a ello, puedes desde el principio enseñar a un hombre a renun­ciar a beneficios no para que otros puedan gozar de tenerlos, sino para poder ser «desinteresado» renunciando a ellos. Éste es un gran punto ganado. Otra gran ayuda, cuando las partes implicadas son hombre y mujer, es la diferencia de opinión que hemos establecido entre los sexos acerca del desinterés. Una mujer entiende por desinterés, principalmente, tomarse moles­tias por los demás; para un hombre significa no molestar a los demás. En consecuencia, una mujer muy entregada al servicio del Enemigo se convertirá en una molestia mucho mayor que cualquier hombre, excepto aquellos a los que Nuestro Padre ha dominado por completo; e, inversamente, un hombre vivirá durante mucho tiempo en el campo del Enemigo antes de que emprenda tanto trabajo espontáneo para agradar a los demás como el que una mujer completamente corriente puede hacer todos los días. Así, mientras que la mujer piensa en hacer buenas obras y el hombre en respetar los derechos de los demás, cada sexo, sin ninguna falta de razón evidente, puede considerar y considera al otro radicalmente egoísta.

Además de todas estas confusiones, tú puedes añadir algu­nas más. El encantamiento erótico produce una mutua compla­cencia en la que a cada uno le agrada realmente ceder a los deseos del otro. También saben que el Enemigo les exige un grado de caridad que, de ser alcanzado, daría lugar a actos similares. Debes hacer que establezcan como una ley para toda su vida de casados ese grado de mutuo sacrificio de sí que actualmente mana espontáneamente del encantamiento, pero que, cuando el encantamiento se desvanezca, no tendrán cari­dad suficiente para permitirles realizarlo. No verán la trampa, ya que están bajo la doble ceguera de confundir la excitación sexual con la caridad y de pensar que la excitación durará. Una vez establecida como norma una especie de desinterés oficial, legal o nominal —una regla para cuyo cumplimiento sus recursos emocionales se han desvanecido y sus recursos espiri­tuales aún no han madurado—, se producen los más deliciosos resultados. Al considerar cualquier acción conjunta, resulta obligatorio que A argumenta a favor de los supuestos deseos de B y en contra de los propios, mientras B hace lo contrario. Con frecuencia, es imposible averiguar cuáles son los auténti­cos deseos de cualquiera de las partes; con suerte, acaban haciendo algo que ninguno quiere, mientras que cada uno siente una agradable sensación de virtuosidad y abriga una secreta exigencia de trato preferencial por el desinterés de que ha dado prueba y un secreto motivo de rencor hacia el otro por la facilidad con que ha aceptado su sacrificio. Más tarde, puedes adentrarte en lo que podría denominarse la Ilusión del Conflicto Generoso. Este juego se juega mejor con más de dos jugadores, por ejemplo en una familia con chicos mayores. Se propone algo completamente trivial, como tomar el té en el jardín. Un miembro de la familia se cuida de dejar bien claro (aunque no con palabras) que preferiría no hacerlo, pero que, por supuesto, está dispuesto a hacerlo, por «desinterés». Los demás retiran al instante su propuesta, ostensiblemente a causa de su propio «desinterés», pero en realidad porque no quieren ser utilizados como una especie de maniquí sobre el que el primer interlocutor deje caer altruismos baratos. Pero éste no se va a dejar privar de su orgía de desinterés. Insiste en hacer «lo que los otros quieren». Ellos insisten en hacer lo que él quiere. Los ánimos se caldean. Pronto alguien está diciendo: «¡Muy bien, pues entonces no tomaremos té en ningún sitio!», a lo que sigue una verdadera discusión, con amargo resenti­miento por ambos lados. ¿Ves cómo se consigue? Si cada uno hubiese estado defendiendo francamente su verdadero deseo, todos se habrían mantenido dentro de los límites de la razón y la cortesía; pero, precisamente porque la discusión está inver­tida y cada lado está contendiendo la batalla del otro lado, toda la amargura que realmente fluye de la virtuosidad y la obstina­ción frustradas y de los motivos de rencor acumulados en los últimos diez años, queda ocultada por el «desinterés» oficial o nominal de lo que están haciendo, o, por lo menos, les sirve como motivo para que se les excuse. Cada lado es, de hecho, plenamente consciente de lo barato que es el desinterés del adversario y de la falsa posición a la que está tratando de empujarles; pero cada uno se las arregla para sentirse irrepro­chable y abusado, sin más deshonestidad de la que resulta natural en un hombre.

Un humano sensato dijo: «Si la gente supiese cuántos ma­los sentimientos ocasiona el desinterés, no se recomendaría tan a menudo desde el pulpito»; y además: «Es el tipo de mujer que vive para los demás: siempre puedes distinguir a los demás por su expresión de acosados.» Todo esto puede iniciarse incluso en el período de noviazgo. Un poco de auténtico egoísmo por parte de tu paciente es con frecuencia de menor valor a la larga, para hacerse con su alma, que los primeros comienzos de ese elaborado y consciente desinterés que puede un día florecer en algo como lo que te he descrito. Cierto grado de falsedad mutua, cierta sorpresa de que la chica no siempre note lo desinteresado que está siendo, se pueden meter de contrabando ya. Cuida mucho estas cosas, y, sobre todo, no dejes que los tontos jóvenes se den cuenta de ellas. Si las notan, estarán en camino de descubrir que el «amor» no es bastante, que se necesita caridad y aún no la han alcanzado, y que ninguna ley externa puede suplir su función. Me gustaría que Suburbiano pudiera hacer algo para minar el sentido del ridículo de esa joven.

Tu cariñoso tío,

ESCRUTOPO