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Cartas del diablo a su sobrino. Carta XXIV. C.S.Lewis

Amena y mordaz radiografía de la religiosidad del hombre moderno… y de las tentaciones a que se expone

Mi querido Orugario:

Me he estado escribiendo con Suburbiano, que tiene a su cargo a la joven de tu paciente, y empiezo a ver su punto débil. Es un pequeño vicio que no llama la atención y que comparte con casi todas las mujeres que se han criado en un círculo inteligente y unido por una creencia claramente definida; con­siste en la suposición, completamente inconsciente, de que los extraños que no comparten esta creencia son realmente dema­siado estúpidos y ridículos. Los hombres, que suelen tratar a estos extraños, no tienen este sentimiento; su confianza, si son confiados, es de otra clase. La de ella, que ella cree debida a la fe, en realidad se debe en gran parte al mero contagio de su entorno. No es, de hecho, muy diferente de la convicción que tendría, a los diez años de edad, de que el tipo de cuchillos de pescado que se usaban en la casa de su padre eran del tipo adecuado, o normal, o «auténtico», mientras que los de las familias vecinas no eran en absoluto «auténticos cuchillos de pescado». Ahora, el elemento de ignorancia e ingenuidad que hay en esta convicción es tan grande, y tan pequeño el elemen­to de orgullo espiritual, que nos da pocas esperanzas respecto a la chica misma. Pero, ¿has pensado cómo puede usarse para influir en tu paciente? Es siempre el novicio el que exagera. El hombre que ha ascendido en la escala social es demasiado refinado; el joven estudioso es pedante. Tu paciente es un novicio en este nuevo círculo. Está allí a diario, encontrando una calidad de vida cristiana que nunca antes imaginó, y viéndolo todo a través de un cristal encantado, porque está enamorado. Está impaciente (de hecho, el Enemigo se lo ordena) por imitar esta cualidad. ¿Puedes conseguir que imite este defecto de su amada, y que lo exagere hasta que lo que era venial en ella resulte, en él, el más poderoso y el más bello de los vicios: el Orgullo Espiritual?

Las condiciones parecen idealmente favorables. El nuevo círculo en el que se encuentra es un círculo del que tiene la tentación de sentirse orgulloso por muchos otros motivos, aparte de su cristianismo. Es un grupo mejor educado, más inteligente y más agradable que ninguno de los que ha conoci­do hasta ahora. También está un tanto ilusionado en cuanto al lugar que ocupa en él. Bajo la influencia del «amor», puede considerarse todavía indigno de ella, pero está rápidamente dejando de sentirse indigno de los demás. No tiene ni idea de cuántas cosas le perdonan porque son caritativos, ni de cuántas le aguantan porque ahora es uno de la familia. No se imagina cuánto de su conversación, cuántas de sus opiniones, ellos reconocen como ecos de las suyas. Aún sospecha menos cuánto del gozo que siente con esas personas se debe al encanto erótico que, para él, esparce la chica a su alrededor. Cree que le gusta su conversación y su modo de vida a causa de alguna concor­dancia entre su estado espiritual y el suyo, cuando, de hecho, ellos están tan mucho más allá que él que, si no estuviese enamorado, se sentiría meramente asombrado y repelido por mucho de lo que ahora acepta. ¡Es como un perro que se creyese que entendía de armas de fuego porque su instinto de cazador y su cariño a su amo le permiten disfrutar de un día de caza!

Ésta es tu ocasión. Mientras que el Enemigo, por medio del amor sexual y de unas personas muy simpáticas y muy adelan­tadas en su servicio, está tirando del joven bárbaro hasta niveles que de otro modo nunca podría haber alcanzado, debes hacerle creer que está encontrando el nivel que le corresponde: que ésa es su «clase» de gente y que, al llegar a ellos, ha llegado a su hogar. Cuando vuelva de ellos a la compañía de otras personas, las encontrará aburridas; en parte porque casi cualquier com­pañía a su alcance es, de hecho, mucho menos amena, pero más todavía porque echará de menos el encanto de la joven. Debes enseñarle a confundir este contraste entre el círculo que le encanta y el círculo que le aburre con el contraste entre cristia­nos y no creyentes. Se le debe hacer sentir (más vale que no lo formule con palabras) «¡qué distintos somos los cristianos!»; y por «nosotros los cristianos» debe referirse, en realidad, a «mi grupo»; y por «mi grupo» debe entender no «las personas que, por su caridad y humildad, me han aceptado», sino «las perso­nas con que me asocio por derecho».

Nuestro éxito en esto se basa en confundirle. Si tratas de hacerle explícita y reconocidamente orgulloso de ser cristiano, probablemente fracasarás; las advertencias del Enemigo son demasiado conocidas. Si, por otra parte, dejas que la idea de «nosotros los cristianos» desaparezca por completo y meramen­te le haces autosatisfecho de «su grupo», producirás no orgullo espiritual sino mera vanidad social, que es, en comparación, un inútil e insignificante pecadillo. Lo que necesitas es mantener una furtiva autofelicitación interfiriendo todos sus pensamien­tos, y no dejarle nunca hacerse la pregunta: «¿De qué, precisa­mente, me estoy felicitando?» La idea de pertenecer a un círcu­lo interior, de estar en un secreto, le es muy grata. Juega con eso: enséñale, usando la influencia de esta chica en sus momen­tos más tontos, a adoptar un aire de diversión ante las cosas que dicen los no creyentes. Algunas teorías que puede oír en los modernos círculos cristianos pueden resultar útiles; me refiero a teorías que basan la esperanza de la sociedad en algún círculo interior de «funcionarios», en alguna minoría adiestrada de teócratas. No es asunto tuyo si estas teorías son verdaderas o falsas; lo que importar es hacer del cristianismo una religión misteriosa, en la que él se sienta uno de los iniciados.

Te ruego que no llenes tus cartas de basura sobre esta guerra europea. Su resultado final es, sin duda, de importancia; pero eso es asunto del Alto Mando. No me interesa lo más mínimo saber cuántas personas han sido muertas por las bom­bas en Inglaterra. Puedo enterarme del estado de ánimo en que murieron por la oficina destinada a ese fin. Que iban a morir alguna vez ya lo sabía. Por favor, mantén tu mente en tu trabajo.

Tu cariñoso tío,

ESCRUTOPO