La fecunda “soledad” del sacerdote en la sociedad de hoy
Habla el secretario de la Congregación para el Clero
El sacerdote «no es un empleado», «es un consagrado, un ‘Cristo’ de Dios», célibe, que se nutre de la Eucaristía, lejano de las modas de este mundo y al servicio de la gente.
Lo dijo en una entrevista a L’Osservatore Romano (20-21 marzo 2008) el arzobispo Mauro Piacenza, secretario de la Congregación para el Clero, al subrayar los rasgos sobresalientes del sacerdote y su papel en la misión de la Iglesia en el mundo.
«El sacerdote no puede realizarse plenamente si la Eucaristía no es de verdad el centro y la raíz de su vida», si su «fatiga cotidiana» no es «irradiación de la celebración eucarística», aclara el prelado.
Como recuerda el relato evangélico sobre el «lavatorio de los pies» de los apóstoles por parte de Jesús, añadió monseñor Piacenza, la tarea del sacerdote está en la entrega incondicional: «¡El sacerdote no se pertenece! Está al servicio del Pueblo de Dios sin límites de horario y de calendario».
«La gente no es para el sacerdote, sino el sacerdote para la gente, en su globalidad, sin restringir nunca su propio servicio a un pequeño grupo», dijo.
«El sacerdote no puede elegir el puesto que le gusta, los métodos de trabajo que considera más fáciles, las personas consideradas más simpáticas, los horarios más cómodos, las distracciones –aunque legítimas– cuando sustraen tiempo y energías a la propia específica misión pastoral».
Además, aún actuando en el mundo, el sacerdote no está sin embargo «asimilado al mundo, mimetizándose en él, dejando de ser fermento transformador».
«Frente a un mundo anémico de oración y de adoración, de verdad y de justicia –añadió–, el sacerdote es sobre todo el hombre de la oración, de la adoración, del culto, de la celebración de los santos Misterios ‘ante los hombres, en nombre de Cristo’».
Su compromiso es el «testimonio, entendido etimológicamente como martirio» «en la conciencia renovada de que Cristo, ordinariamente, viene a nosotros sólo ‘en la’ Iglesia y ‘de la’ Iglesia, que prolonga su presencia en el tiempo».
Porque la Iglesia es «trascendente y misterio» y «sólo si no renuncia a la propia identidad sobrenatural» «podrá auténticamente evangelizar las realidades ‘naturales’».
En efecto, explica, «la Iglesia tiene la tarea ‘negativa’ de liberar al mundo del ateísmo y la ‘positiva’ de satisfacer la necesidad imborrable que el hombre, consciente o inconscientemente, tiene de realizarse, es decir, de la santidad».
Por ello, el sacerdote debe «responder a la sed abrasadora de una humanidad siempre en búsqueda» y sembrar esa «inquietud» que es «el santo temor de Dios».
En este sentido, la «totalidad de la oblación a Dios» es el único metro con el que se mide la dignidad de un sacerdote y la garantía de la «totalidad del servicio a los hermanos».
Al mismo tiempo, añade el arzobispo Piacenza, la apertura a los jóvenes de los «vastos horizontes de la integridad del seguimiento de Cristo» puede contribuir a afrontar la crisis de las vocaciones en la sociedad actual.
Por el contrario, observó, «allí donde se efectúan intentos reductores de la identidad y del ministerio pastoral, todo languidece por el camino de la progresiva desertificación».
Pero a la luz de la «configuración del sacerdote con Jesucristo» se comprenden mejor también las «promesas de obediencia, de castidad vivida en el celibato, en el compromiso de un camino en el desprendimiento de las cosas, de las situaciones, de sí mismos».
El arzobispo por ello subrayó que «la castidad garantiza la dimensión esponsal y la gran paternidad» y recordó que «en todo esto no hay noes, sino un grande sí liberador», «un amor más grande» que se expresa «en la lógica gozosa de la entrega».
«El sacerdote no entrará nunca en crisis ni de identidad, ni de soledad, ni de frustración cultural si, resistiendo a la tentación de perderse en la multitud anónima, no desciende nunca –en cuanto a intención, rectitud moral y estilo– de la tarima del altar del sacrificio del Cuerpo y de la Sangre de Cristo».
Sin embargo, admitió, frente «a una disgregación cada vez más acentuada de los vínculos entre las personas, en cada ámbito social […] no podemos pensar que la figura del sacerdote célibe no sufra el contragolpe de estas innumerables soledades».
Por esto, concluyó, hay «necesidad de sacerdotes que sepan mostrar la fecundidad para la comunión y para la comunidad de su ‘soledad’ virginal».
ROMA, lunes, 31 marzo 2008. ZENIT.org