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La sexualidad, un don de Dios que se debe cuidar

La sexualidad, un don de Dios que se debe cuidar

 

La sexualidad es rasgo esencial de la persona humana que nos constituye en hombres o mujeres, con la misma dignidad y complementarios, en orden a la perpetuidad de la especie. Así hemos sido creados libremente por Dios, para que, dejando el hombre a su padre y a su madre, se una a su mujer y sean los dos una sola carne (Gen 2, 24), de la que procederán los hijos, fruto del amor de sus padres; y lo que Dios ha unido “que no lo separe el hombre (Mt 19,6), porque el matrimonio es para siempre: porque el amor verdadero es para siempre, y porque los hijos tienen derecho a tener unos padres que les cuiden y los amen.

El matrimonio es la base de la familia, y la familia es la base de la sociedad. Las familias serán lo que sean los matrimonios que las constituyen, y la sociedad será lo que sean las familias que la integran.

El fin de la sexualidad

Estas ideas claras y fundamentales hacen ver el verdadero fin, noble y grande, de la condición sexual de la persona humana. Para facilitar ese fin -la procreación- Dios ha puesto en nuestra naturaleza un deseo sexual, que unido al placer facilita la unión corporal necesaria para la fecundación. Por tanto ese placer es bueno, unido a ese fin. Pero el pecado original trastocó los planes iniciales de Dios y una de las consecuencias que trajo para el hombre fue el desorden en deseos y pasiones, la concupiscencia, que le puede inclinar tanto q relacionarse meramente por placer evitando voluntariamente la concepción, como a desear la mujer de su prójimo; y también a la búsqueda solitaria de su propio placer.

Si el hombre y la mujer procuran hacer suya la ley de Dios -los Diez Mandamientos, y concretamente el sexto y el noveno-, serán felices, serán fiel a su cónyuge, serán generosos en los hijos que puedan tener, serán respetuosos y prudentes con personas del otro sexo. Llegarán a una ancianidad rodeados de hijos y nietos que les llenarán de alegría y satisfacción, lo cual no excluye algunas posibles penas en este “valle de lágrimas”

Si el hombre -y la mujer- se deja llevar de sus desordenados deseos, es probable que no alcance la felicidad que busca; es probable que no quiera comprometerse para siempre en el matrimonio; y si se casa, es probable que le suponga una carga la fidelidad a su mujer (o a ella su marido); posiblemente tendrá pocos hijos (cuando podrían tener más, por no haber motivos serios que lo impidan) y puede sentirse demasiado atraído por páginas poco adecuadas de las redes sociales. Es posible que incurra también en otros desórdenes morales: bebida, juego, etc.

Usar el sexo solo para la búsqueda del placer sería un desorden grave, un pecado mortal. Esto es lo que sucede en casos como la masturbación y las relaciones sexuales fuera del matrimonio; también la que se realiza en el matrimonio si se recurre voluntariamente a la anticoncepción, en cualquiera de sus formas. Lógicamente sería aún más grave si ese medio fuera abortivo.

Es más grave aún si la relación sexual fuera contraria a la naturaleza: homosexualidad, lesbianismo. Estas desviaciones tienen una causa que se puede estudiar en cada caso, pero que nunca será lícita. Las enseñanzas de la Sagrada Escritura son claras y abundantes: por ejemplo la condena de las ciudades de Sodoma y Gomorra (cfr Gen 19) por la práctica de la sodomía.

¿Por qué estos errores?, ¿por qué esas costumbres bastante arraigadas que le impiden amar de verdad, entregarse de verdad, crecer en las virtudes, en el amor al Dios y al prójimo…?

En buena parte -habrá otras razones también, de tipo doctrinal, etc.- porque esas personas se han amoldado a modas más o menos extendidas y viven como si Dios no existiera, porque han caído en un naturalismo que tiene bastante de pagano. Han dejado de vivir de cara a Dios, se han limitado a hacer lo que les apetecía, y en algunas cosas se han apartado deliberadamente -no solo por debilidad- de la ley de Dios y la han sustituido por ideas o costumbres más o m resultan más fáciles, menos comprometidas, o más “modernas” (olvidan que lo más antiguo de la humanidad es el pecado).

El sexto Mandamiento es el que más frecuentemente es deformado, adaptado, cambiado. El contenido es muy claro: no cometerás actos impuros. Se complementa con el noveno: no desearás la mujer de tu prójimo, porque pecados contra la pureza se pueden cometer también con el pensamiento. Deformación que se produce cuando por debilidad e imprudencia se actúa de modo contrario a la moral, y en vez de reaccionar y poner medios para evitarlos, se cede una y otra vez. Y así, más pronto que tarde, la conciencia ya no rechaza ese comportamiento; se acude a falsas razones para justificarlo. “Nos queremos”, “;no hay nada malo en manifestarnos ese cariño”…

El verdadero amor

Hay que distinguir bien qué es el amor verdadero. No es el mero gustarse, ni la simple atracción física, ni el mero placer sexual. El amor no excluye estas cosas pero es mucho más. El amor incluye el “;eros” pero para ser amor debe llegar -como dice Benedicto XVI, al “ágape” : es decir, un amor que busca el bien del otro, la felicidad del otro; un amor que se entrega para hacer feliz al otro (Enc. Deus caritas est, nn 3-8 ). Buscar el bien del otro comprende no solo el cuerpo sino también el alma: somos un “cuerpo espiritualizado” o un “alma encarnada”.

El amor es tal -y no un mero sentimiento apasionado- cuando nos hace mejores, nos ayuda a ser más generosos, más fuertes, más responsables, más entregados, y cuando nos acerca a Dios. Si el modo de amarse lleva a cometer pecados mortales, evidentemente ese “amor” no forma parte de la caridad, no es verdadero amor, aunque tenga o pueda tener también buenos sentimientos hacia la otra persona. El amor verdadero es una manifestación peculiar de la caridad. Y la caridad es la virtud más grande, por la que amamos a Dios y al prójimo.

Estos y otros graves errores (como el aborto) pueden conseguir el reconocimiento legal en diversos países. Eso no cambia la inmoralidad de esas acciones. La ley de Dios y la ley natural serán siempre de un valor permanente y toda legislación positiva debería ser compatible con ellas.

Cuando decimos que el pecado es un mal, no es solo porque ofende a Dios y transgrede alguno de sus mandamientos. Lo es también porque el pecador se ofende a sí mismo, por tratarse de una manera impropia de su dignidad como persona. Más concretamente, el pecado nos hace más débiles, más egoístas, más dependientes de pasiones desordenadas, y por tanto menos capaces de hacer el bien, menos libres. Muchas veces se hace daño también a otros, por el mal ejemplo que se les puede dar.

Los que han perdido la fe

Hay personas que se comportan así porque han perdido la fe. No obstante, los contenidos de la ley natural, los Diez Mandamientos, son exigencias para todos los hombres, por el hecho serlo: no es necesaria la fe para saber que no está bien robar, mentir, ofender al prójimo, etc. Por la misma razón también aún sin fe deberíamos tener claro lo que está bien y lo que está mal en el modo de vivir la sexualidad.

¿Qué hacer? ¿Se puede hacer algo para ayudar a estas personas? Desde luego que sí, pero deben estar dispuestos a dejarse ayudar. Ciertamente el que sea receptivo a consejos de un buen amigo, o de un sacerdote, se puede decir que ya ha empezado a cambiar, porque reconoce que lo necesita, y este es un requisito imprescindible. El que se sienta muy seguro en su situación lo tiene más difícil. De todos modos, no debería tener inconveniente en hablar oportunamente de estos temas con personas de su confianza. Por ahí puede venir la luz que Dios quiere darle para que piense en su vida. Sin olvidar que Dios no viene a complicársela, sino a ayudarle a que la viva de cara a la Verdad y el Bien, y aprenda el verdadero amor a Dios y a los demás.

– ¡Grandes pecadores han llegado a ser grandes santos!

Juan Moya

7. III.25