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Para encontrar el Norte (4/…) El Dios bueno y el mal

El hombre es un buscador pero necesita una brújula para encontrar su norte.
Desde el principio se hace preguntas sobre cuestiones decisivas: sobre la vida y la muerte, el futuro y el destino, el sentido, y en el fondo sobre Dios. Y resulta que Él ha salido antes al paso y ofrece las respuestas-brújula. Buscamos muchos “cómo” y muchos “porqué”, aunque deberíamos preguntarnos más el “para qué”, es decir, el sentido y la finalidad de lo que nos ocurre.
En estas entregas las preguntas de la vida son formuladas por Barto, en recuerdo de aquel Bartolomé que preguntó al Señor ¿de qué me conoces?, alternando con Lidia aquella que recibió la luz de la fe escuchando a Pablo: la primera mujer cristiana de Europa que supo transmitir luego a su casa y a sus amistades. Las respuestas vienen de Pedro, que sabe dar razón de la esperanza cristiana como pedía a los primeros cristianos aquel pescador de Galilea.
Las respuestas no pretenden exponer todos los aspectos de la fe cristiana o de las paradojas humanas sino los más elementales, a fin de impulsar un comportamiento sensato y cristiano
en una sociedad antropocéntrica que se olvida de Dios, de Jesucristo, y del Evangelio proclamado por la Iglesia. Comencemos pues a preguntar y a responder.

I. EL DIOS BUENO Y EL MAL

Barto:
¿Por qué Dios premia a unos y castiga a otros?

Pedro:
-Esto depende de la conducta de cada uno y resulta muy coherente con vuestra condición de personas libres y responsables. No sois animales indiferenciados y sustituibles pues cada uno es único ante Dios y también ante sus semejantes. Quizás alguno pueda pensar con error que más valdría no ser libres pero eso es rechazado por la propia conciencia: no sois animales movidos sólo por instintos y no debéis ser tratados como tales.
Por tanto resulta muy coherente que cada uno reciba el premio por sus buenas obras y sea castigado o corregido por sus malas acciones. Eso es lo que hacen los padres en la tierra, los buenos educadores e incluso las leyes civiles y penales. Estas pueden ser injustas a veces pero las manos de Dios siempre son justas. Lo puedes comprobar en el salmo 118 que lo plantea en un plano colectivo sabiendo que Dios protege a su pueblo de las invasiones destructivas de otras naciones.

Precisamente con el 118 se cierra una breve colección de salmos, del 113 al 118, que los judíos recitaban a lo largo de la celebración de la Pascua y en otras grandes fiestas para recordar la providencia de Yahvé con su pueblo. Es lo que hizo Jesucristo en la última Cena cuando estableció la nueva Alianza:

«En el peligro invoqué al Señor,
y él me escuchó dándome un alivio.
El Señor está conmigo: no temeré;
¿qué podrán hacerme los hombres?
El Señor está conmigo y me ayuda:
yo veré derrotados a mis adversarios.
Es mejor refugiarse en el Señor
que fiarse de los hombres;
es mejor refugiarse en el Señor
que fiarse de los poderosos.
Todos los paganos me rodearon,
pero yo los derroté en el nombre del Señor;
me rodearon por todas partes,
pero yo los derroté en el nombre del Señor; rodearon como avispas,
ardían como fuego en las espinas,
pero yo los derroté en el nombre del Señor.
Me empujaron con violencia para derribarme, pero el Señor vino en mi ayuda.
El Señor es mi fuerza y mi protección;
él fue mi salvación.
Un grito de alegría y de victoria
resuena en las carpas de los justos:
“La mano del Señor hace proezas,
la mano del Señor es sublime,
la mano del Señor hace proezas”».
Jesús Ortiz