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Libros: Vademécum para una nueva pastoral familiar a partir de la exhortación Amoris Laetitia”.

vademecumGranados, S. Kampowski, J.J. Pérez-Soba:

“Acompañar, discernir, integrar. Vademécum para una nueva pastoral familiar a partir de la exhortación Amoris Laetitia”. Monte Carmelo, Madrid 2016, 156 págs.

  1. El objeto del discernimiento
    5.1. Discernir el deseo

Cuando se trata de discernir el deseo, el Papa Francisco hace referencia a nuestro Señor que, en el encuentro con la Samaritana, dirigió una palabra a su deseo de amor verdadero, para liberarla de todo lo que oscurecía su vida y conducirla a la alegría plena del Evangelio” (AL 294). Jesús ofrece a la mujer agua viva, un manantial inagotable que aplacará definitivamente la sed de cualquiera que beba de ella. Ella se interesa de inmediato: “Señor -dice la mujer-, dame de esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla” (Jn 4,15). En efecto, es bastante comprensible su deseo de una fuente de agua. Un pozo privado resolvería uno de sus mayores problemas. Pues su dificultad no está en el hecho de tener que buscar agua. Todos en su ciudad deben hacer lo mismo. Su problema es que debe ir a mediodía (cfr. Jn 4,6), cuando el sol golpea fuerte de un modo difícil de imaginar para quien está habituado a los climas más templados de los cielos septentrionales. Jesús inmediatamente da un paso adelante, le hace ver que su dificultad no consiste principalmente en el hecho de tener que venir a mediodía, sino más bien en el motivo por el que debe venir a mediodía. Le dice, entonces: “Anda, llama a tu marido y vuelve” (Jn 4,16), y de su respuesta venimos a saber que no tiene marido, mientras que Jesús mismo le recuerda que ha tenido cinco maridos y que ahora está viviendo en una unión libre. Esta es la razón por la que suele ir a mediodía: quiere evitar a otras personas que podrían burlarse de ella en cuanto pecadora pública. De un modo muy amable Jesús la conduce a hacerse las preguntas justas: ¿por qué deseo lo que deseo? ¿Qué es lo que deseo de verdad? ¿Cuál es el problema más profundo que me impide tener lo que deseo?

La primera reacción de la mujer ante Jesús, que pone las preguntas más profundas, es precisamente la que se esperaría en la mayor parte de las personas de nuestro tiempo en el momento en que se llega a hablar de cuestiones existenciales: se desvincula y lleva la discusión a un nivel abstracto y teórico. ¿Cómo se relaciona la pregunta que plantea sobre el lugar correcto de culto con el hecho de vivir con un hombre con el que no está casada? No hay ningún nexo. Precisamente por esto ha sacado a colación este tema. Jesús, una vez más con mucha delicadeza, evita quedar envuelto en una discusión teológica y pone su atención en un nivel más elevado (“los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad” [Jn 4,23]) y le dice también algo muy importante de sí mismo, algo que en otras ocasiones ha sido muy reacio en revelar (“Soy yo, el que habla contigo”, esto es el Mesías [Jn 4,26]). Ante estas palabras la Samaritana abandona su tarea inicial. Deja a sus espaldas el brocal del agua y corre hacia su ciudad. Ya sin temor de sus paisanos, les habla de Jesús. En este punto revela de verdad qué la ha impresionado. No ha sido su discusión teológica, sino el discurso existencial con un impacto directo en su vida: “Venid a ver un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho, ¿será este el Cristo?” (Jn 4,29). Jesús ha hablado a su verdadero deseo, ha hablado a su corazón. El problema está en el nivel existencial, se refiere a lo que ha hecho; y el agua viva que Jesús le ha ofrecido es precisamente la solución a este problema. No se trata de una solución externa que resuelve solo el problema de tener que salir de casa a mediodía. Se trata del verdadero remedio que va al corazón del problema. Ya no hay necesidad de avergonzarse: la reconciliación es posible, es más, ya ha comenzado, y se puede ver en el hecho de que la mujer busca intencionadamente a las personas que con tanto empeño había procurado evitar y en que estas la escuchan de verdad, la creen y llegan a Jesús.

En el caso de los divorciados en una nueva unión que desean recibir la Eucaristía, los pastores de almas pueden ayudar a discernir este deseo de un modo análogo. En sus esfuerzos para acompañar las personas en cuestión, deberán preguntar sobre qué se funda este deseo de recibir la Eucaristía. Para algunos este deseo puede basarse en el hecho de que -a causa de su objetiva situación de vida- no son admitidos a la misma. No tendrían ningún deseo de recibirla si estuvieran autorizados para ello. Encuentran gravemente preocupante que haya algo que no están autorizados a hacer, por insignificante que les parezca. Estos últimos se parecen a los que ni una vez en la vida han ido a votar en las elecciones parlamentarias de su país, pero sostienen con fuerza su derecho al voto en el país en el que viven como residentes extranjeros. En este caso, tener el derecho es más importante que aquello que el derecho permite hacer. Lo que se desea aquí en sentido estricto no es la Eucaristía, sino el derecho a recibir la Eucaristía.

¿Cómo acompañar a las personas con esta suerte de deseo de derechos? ¿Cómo construir sobre estos presupuestos? Puede ser difícil construir alguna cosa sobre ese género de deseos. Los pastores de almas pueden intentar ayudar a las personas a apreciar la economía divina de la gracia y la misericordia, que sigue una lógica diametralmente opuesta a la economía humana de los derechos. No es recomendable a ningún alma acercarse al tribunal de Dios y reivindicar sus derechos ante de Rey de reyes. Que Dios nos salve de recibir lo que es nuestro por derecho. Las cosas mejores de la vida no se esperan por derecho. Para comenzar, nuestra misma existencia no es algo que hubiéramos podido reivindicar sensatamente por derecho. Nuestra existencia no es necesaria. Podemos no existir. Podríamos existir de un modo diverso. En la medida en que el derecho de una persona presupone siempre la obligación correspondiente de otra, no tenemos en general derecho de casamos con alguien o de ser su amigo. Después de todo, nadie tiene la obligación de casarse o de ser amigo nuestro. Con más razón ninguna criatura podría reivindicar un derecho ante Dios. Un derecho a la gracia es un evidente oxímoron en cuanto la gracia es gratuita por su misma definición.

La primera cosa que decir a quien reivindica derechos es que la Eucaristía es el cuerpo de Cristo. No es una cosa banal. Ninguno tiene derecho a recibirla. Muchas personas no pueden o no
deberían recibirla, aunque sean admitidas públicamente, porque comen y beben la propia condenación. Y aunque la no admisión pública parecerá injusta si se la percibe como arbitraria, el hecho es que está fundada en razones objetivas. Para que estos motivos puedan ser comprendidos, será necesario y útil un renovado esfuerzo catequético, en el que se podrán clarificar algunas de las siguientes consideraciones: para discernir el cuerpo de Cristo en el misterio de la Eucaristía hay necesidad de discernir el cuerpo
de Cristo en el misterio de la Iglesia. La Iglesia mana de la Eucaristía. Recibir la Eucaristía no es una cuestión privada solo entre Cristo y yo. Existe una unidad del orden sacramental. La propia vida en el cuerpo representa un signo. No se puede recibir un sacramento (la Eucaristía) en contradicción con otro (el matrimonio). La no admisión no implica ningún juicio sobre el estado de gracia de la propia alma. Hay otras personas que no pueden recibir la Eucaristía sin que se dé algún juicio sobre el estado de sus almas, por ejemplo, los catecúmenos o los niños pequeños.

Con algunos de los divorciados que viven en una nueva unión extraconyugal, su deseo de recibir la Eucaristía deriva de un sentido de vergüenza en el momento de la comunión. Todos se levantan a la llamada al altar. El hecho de no acercarse a la mesa eucarística se percibe como admitir que se es un pecador público. Pueden incluso preferir no ir a misa a quedarse sentados cuando todos los demás se adelantan. Su deseo bastante comprensible es el de no sentir vergüenza en la misa. Podría parecer
que el modo más simple para evitar la vergüenza que sienten es permitir que se adelanten a recibir al Señor. Y aunque sea verdad que la praxis de la Iglesia de no admitir a los divorciados “vueltos a casar” a los sacramentos sirve también para recordarles que no todo va bien, es decir, mira a ayudarles a no contentarse demasiado fácilmente con una situación que no es buena para ellos ni para la Iglesia, evidentemente, no es el objetivo de esta praxis hacerles pasar vergüenza una vez a la semana.

Un modo de responder a este deseo justificado de no pasar vergüenza será una mejor catequesis sobre la Eucaristía a toda la parroquia. Es aquí, por ejemplo, donde podemos tratar las cuestiones sobre su digna recepción y subrayar que el sacramento es ciertamente un sacramento de curación de nuestra debilidad cotidiana (cfr. AL 305, nota 351) y nuestro sostén para combatir el pecado y tender a la santidad. Sin embargo, también se deberá subrayar que todo acto deliberado en materia grave definido por los diez mandamientos impide la recepción digna del Señor. En consecuencia, cuanto más se quiera resaltar el poder de curación de la Eucaristía, más se deberá subrayar la importancia del sacramentó de la penitencia. Además de un esfuerzo catequético, se podría sopesar los pros y contras de una praxis, común al menos en algunos países, esto es, la de invitar a todos a adelantarse en el momento de la distribución de la Eucaristía, después de haber acordado un gesto particular, como el de cruzar los brazos sobre el pecho, para indicar el propio deseo de recibir simplemente una bendición y no las especies sacramentales.

Entre los divorciados vueltos a casar civilmente también hay, naturalmente, aquellos cuyo deseo de recibir la Eucaristía está basado principalmente en que aman al Señor. Saben que la Eucaristía significa una unión ínfima con el Señor que es lo verdaderamente desean. Esto es desde luego un deseo muy positivo Y de nuevo con una catequesis adecuada se puede avanzar mucho. Usualmente los fíeles con este tipo de voluntad están entre los primeros que ven la racionalidad de la praxis de la Iglesia, en particular cuando han comprendido que, en cuanto sacramento, la celebración de la Eucaristía es un acto eclesial que no se realiza solo entre el alma del individuo y Jesús. Pueden llegar a comprender que su situación objetiva, independientemente de su estado de gracia, está en contradicción con el misterio de la fidelidad de Cristo a su esposa, la Iglesia. Su deseo de unión con Cristo entonces puede evolucionar en un deseo de cambiar el propio estilo de vida. En todo caso, el hecho de no ser admitidos a recibir la Comunión les impedirá sentirse a gusto en su situación. La praxis de la Iglesia les recuerda que hay algo que no va bien. Esto, de paso, es un acto de misericordia por parte de la Iglesia, y no de acusación. Es un acto de misericordia recordar a alguien con una pierna rota o una herida abierta que hay algo que no está en su sitio y, entonces, animar a la persona a buscar ayuda y a encontrar el modo de favorecer su curación.