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Cartas del diablo a su sobrino. Carta XXVII. C.S.Lewis

Amena y mordaz radiografía del hombre moderno… y de las tentaciones a que se expone

 

Mi querido Orugario:

Pareces estar consiguiendo muy poco por ahora. La utili­dad de su «amor» para distraer su pensamiento del Enemigo es, por supuesto, obvia, pero revelas el pobre uso que estás hacien­do de él cuando dices que la cuestión de la distracción y del pensamiento errante se han convertido ahora en uno de los temas principales de sus oraciones. Eso significa que has fraca­sado en gran medida. Cuando esta o cualquier otra distracción cruce su mente, deberías animarle a apartarla por pura fuerza de voluntad y a tratar de proseguir su oración normal como si no hubiese pasado nada; una vez que acepta la distracción como su problema actual y expone eso ante el Enemigo y lo hace el tema principal de sus oraciones y de sus esfuerzos, entonces, lejos de hacer bien, has hecho daño. Cualquier cosa, incluso un pecado, que tenga el efecto final de acercarle al Enemigo, nos perjudica a la larga.

Un curso de acción prometedor es el siguiente: ahora que está enamorado, una nueva idea de la felicidad terrena ha nacido en su mente; y de ahí una nueva urgencia en sus oracio­nes de petición: sobre esta guerra y otros asuntos semejantes. Ahora es el momento de suscitar dificultades intelectuales acer­ca de esta clase de oraciones. La falsa espiritualidad debe estimularse siempre. Con el motivo aparentemente piadoso de que «la alabanza 7 la comunión con Dios son la verdadera oración», con frecuencia se puede atraer a los humanos a la desobedien­cia directa al Enemigo, Quien (en su habitual estilo plano, vulgar, sin interés) les ha dicho claramente que recen por el pan de cada día y por la curación de sus enfermos. Les ocultarás, naturalmente, el hecho de que la oración por el pan de cada día, interpretada en un «sentido espiritual», es en el fondo tan vulgarmente de petición como en cualquier otro sentido.

Ya que tu paciente ha contraído el terrible hábito de la obediencia, probablemente seguirá rezando oraciones tan «vul­gares» hagas lo que hagas. Pero puedes preocuparle con la obsesionante sospecha de que tal práctica es absurda y no puede tener resultados objetivos. No olvides usar el razona­miento: «Cara, yo gano; cruz, tú pierdes.» Si no ocurre lo que él pide, entonces eso es una prueba más de que las oraciones de petición no sirven; si ocurre, será capaz, naturalmente, de ver algunas de las causas físicas que condujeron a ello, y «por tanto, hubiese ocurrido de cualquier modo», y así una petición concedida resulta tan buena prueba como una denegada de que las oraciones son ineficientes.

Tú, al ser un espíritu, encontrarás difícil de entender cómo se engaña de este modo. Pero debes recordar que él toma el tiempo por una realidad definitiva. Supone que el Enemigo, como él, ve algunas cosas como presentes, recuerda otras como pasadas, y prevé otras como futuras; o, incluso si cree que el Enemigo no ve las cosas de ese modo, sin embargo, en el fondo de su corazón, considera eso como una particularidad del modo de percepción del Enemigo; no cree realmente (aunque diría que sí) que las cosas son tal como las ve el Enemigo. Si tratase de explicarle que las oraciones de los hombres de hoy son una de las incontables coordenadas con las que el Enemigo armoniza el tiempo que hará mañana, te replicaría que enton­ces el Enemigo siempre supo que los hombres iban a rezar esas oraciones, y, por tanto, que no rezaron libremente, sino que estaban predestinados a hacerlo. Y añadiría que el tiempo que hará un día dado puede trazarse a través de sus causas hasta la creación originaria de la materia misma, de forma que todo, tanto desde el lado humano como desde el material, está «dado desde el principio». Lo que debería decir es, por supuesto, evidente para nosotros: que el problema de adaptar el tiempo particular a las oraciones particulares es meramente la apari­ción, en dos puntos de su forma de percepción temporal, del problema total de adaptar el universo espiritual entero al uni­verso corporal entero; que la creación en su totalidad actúa en todos los puntos del espacio y del tiempo, o mejor, que su especie de consciencia les obliga a enfrentarse con el acto creador completo y coherente como una serie de acontecimien­tos sucesivos. Por qué ese acto creador deja sitio a su libre voluntad es el problema de los problemas, el secreto oculto tras las tonterías del Enemigo acerca del «Amor». Cómo lo hace no supone problema alguno, porque el Enemigo no prevé a los humanos haciendo sus libres aportaciones en el futuro, sino que los ve haciéndolo en su Ahora ilimitado. Y, evidentemente, contemplar a un hombre haciendo algo no es obligarle a ha­cerlo.

Se puede replicar que algunos escritores humanos entrome­tidos, notablemente Boecio, han divulgado este secreto. Pero en el clima intelectual que al fin hemos logrado suscitar por toda la Europa occidental, no debes preocuparte por eso. Sólo los eruditos leen libros antiguos, y nos hemos ocupado ya de los eruditos para que sean, de todos los hombres, los que tienen menos probabilidades de adquirir sabiduría leyéndolos. Hemos conseguido esto inculcándoles el Punto de Vista Histórico. El Punto de Vista Histórico significa, en pocas palabras, que cuando a un erudito se le presenta una afirmación de un autor antiguo, la única cuestión que nunca se plantea es si es verdad. Se pregunta quién influyó en el antiguo escritor, y hasta qué punto su afirmación es consistente con lo que dijo en otros libros, y qué etapa de la evolución del escritor, o de la historia general del pensamiento, ilustra, y cómo afectó a escritores posteriores, y con qué frecuencia ha sido mal interpretado (en especial por los propios colegas del erudito), y cuál ha sido la marcha general de su crítica durante los últimos diez años, y cuál es el «estado actual de la cuestión». Considerar al escritor antiguo como una posible fuente de conocimiento —presumir que lo que dijo podría tal vez modificar los pensamientos o el comportamiento de uno— sería rechazado como algo indecible­mente ingenuo. Y puesto que no podemos engañar continua­mente a toda la raza humana, resulta de la máxima importancia aislar así a cada generación de las demás; porque cuando el conocimiento circula libremente entre unas épocas y otras, existe siempre el peligro de que los errores característicos de una puedan ser corregidos por las verdades características de otra. Pero, gracias a Nuestro Padre y al Punto de Vista Histó­rico, los grandes sabios están ahora tan poco nutridos por el pasado como el más ignorante mecánico que mantiene que «la historia es un absurdo».

Tu cariñoso tío,

ESCRUTOPO