“Mis veranos con los Papas en Castel Gandolfo”. Relatos del director de las Villas Pontificias
Sandro Magister
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ROMA, 26 de setiembre del 2008
Dentro de pocos días Benedicto XVI dejará las Villas de Castel Gandolfo y volverá al Palacio Apostólico en el Vaticano. Desde comienzos de julio el Papa reside en este barrio sobre la colina, a unos cuarenta kilómetros de la plaza San Pedro. La estancia veraniega en Castel Gandolfo ha pasado a ser una costumbre de los últimos Papas. Pero pocos saben en qué cosa cambia sus vidas cuando viven aquí.
Una primera parte sobre “Los Papas en el campo” fue un libro con este título, publicado en 1953 por el entonces director de las Villas Pontificias, Emilio Bonomelli. Salió otro libro en el 2000 con la firma de su sucesor Saverio Petrillo: “Las Villas Pontificias de Castel Gandolfo”, editado por los Museos Vaticanos. De este tenemos la confirmación de que la Villas Pontificias ocupan la parte central y más importante de una de las más fastuosas villas de la antigüedad romana, el “Albanum Domitianum”, residencia del emperador Domiciano, que reinó del año 81 al 96. Ocho siglos antes, sobre la roca del actual Castel Gandolfo surgía la ciudad de Albalonga, rival de Roma en los inicios de su historia.
Pero ahora el director de las Villas Pontificias, Petrillo, vuelve sobre el argumento con una larga entrevista en “L’Osservatore Romano”, en la cual revela no pocos aspectos inéditos de las estancias en Castel Gandolfo de los últimos Papas.
No se sabía, por ejemplo, que durante la segunda guerra mundial Pío XII alojó a unos refujiados en su apartamento. Y unos cincuenta niños nacieron en su dormitorio, tomando después el nombre de Eugenio o de Pío.
No se sabía que Juan XXIII cada tanto desaparecía sin decirle a nadie Y luego lo encontraban en una u otra región en las colinas o en el mar, mezclado entre la gente.
No se sabía que a Juan Pablo II le gustaba mucho jugar a las escondidas con los niños de sus dependientes, además de nadar todo lo que podía en la piscina.
De Benedicto XVI, en la noche, se escucha las tocadas de piano. Especialmente de sus autores preferidos: Bach, Mozart, Beethoven.
Y luego, junto a la Villa, hay una granja agrícola creada por Pío XI, con cultivos, corral de aves y vacas que dan leche. Que surte diariamente con sus productos no sólo a la Ciudad del Vaticano.
En suma, una entrevista que disfrutar. La recoge Mario Ponzi y fue publicada en “L’Osservatore Romano” del 27 de agosto del 2008:
Cinco Papas en el campo
Entrevista con Saverio Petrillo
¿Cuándo se inicia su aventura en las Villas de Castel Gandolfo, en este mundo tan singular?
Entré por primera vez en las Villas Pontificias exactamente hace 50 años. Era el mes de junio del 1958. Debo decir que el inicio no fue de los mejores. El 9 de octubre murió Pío XII. Fue un evento que me entristeció muchísimo y que todavía tengo grabado en la mente. Antes de entrar en este ambiente pensaba que el Papa estaba siempre rodeado de un nutrido grupo de personas, listas a responder a cada uno de sus deseos. Cuando entendí que Pío XII estaba muriendo me di cuenta de cuanto estaba –por el contrario– sólo. No había nadie. También porque no estaba el secretario de estado y faltaba el camarlengo, que luego fue inmediatamente elegido por los cardenales durante la sede vacante. Con estupor vi que los restos mortales de aquel gran pontífice eran tratados en modo superficial. El médico del Papa, Riccardo Galeazzi Lisi, hizo un tipo de embalsamamiento, usando sólo algunas pomadas. El cuerpo fue provisionalmente colocado en la Sala de los Suizos. Sólo el día después, antes de la exposición al público, fue revestido con las ropas pontificias. Me sentí mal. Me consoló la gran corriente constante de personas que desde el día de la exposición del cuerpo desfiló frente al féretro. Recuerdo una manifestación popular espléndida. Muchísimos regresaban por segunda vez a este palacio.
Como se sabe Pío XII abrió las puertas de las Villas para dar refugio a cuantos trataban de escapar a las redadas de los alemanes en los días del desembarco de los aliados en Anzio. Estaban también muchas de las mamás a las cuales el Papa había cedido su propio dormitorio porque estaban encintas. En aquella habitación nacieron cincuenta niños. Muchísimos, hoy hombres adultos, se llamaron precisamente como él, Eugenio o Pío. Por dos de ellos, gemelos, existe una graciosa anécdota. La mujer que se encargó de ellos apenas nacidos inadvertidamente quitó los brazaletes que tenían con los nombres dados a cada uno durante el bautismo. Por tanto se hizo imposible distinguirlos. Fue la mama quien en un cierto sentido los rebautizó, ya que estableció autónomamente quién se llamaría Eugenio y quién Pío.
¿Y qué cosa recuerda en particular de Juan XXIII?
Ha sido un periodo que yo definiría como innovador. El Papa Juan cada cierto tiempo desaparecía. Salía por una de las rejas de las Villas sin avisar a nadie y sin escolta. Se iba de paseo por los Castelli, entre la gente. Un domingo en la mañana nos llegó una llamada telefónica informándonos de la presencia del Papa en Anzio. Puede imaginar nuestra sorpresa, ya que creíamos que estaba en sus habitaciones. Más tarde una voz exaltada anunciaba su presencia en Nettuno. A continuación nos advirtieron que el Papa había sido visto en las inmediaciones del lago. ¡Imagine qué momentos vivimos aquella mañana! Regresó tranquilamente a tiempo para dirigir el rezo del Angelus desde el balcón del Palacio. En otra ocasión en Genazzano corrió el riesgo de ser aplastado por el afecto de la población que lo había reconocido. Y le habría ido mal si no hubiera sido por la presencia casual de un capitán de los carabineros que lo metió al automóvil para traerlo de vuelta a las Villas. Pero para él era como si no hubiese ocurrido nada. No renunció jamás al contacto con la gente.
Luego vino la época de Pablo VI.
Del Papa Giovanni Battista Montini tengo un recuerdo particular. La semana anterior al cónclave que lo eligió, el cardenal arzobispo de Milán fue huésped aquí de su viejo amigo el entonces director de las Villas, Emilio Bonomelli. Se refugio aquí para esconderse de la curiosidad de tantos cronistas que lo asediaban ya que se hablaba de él como el próximo Papa. Recuerdo perfectamente aquella mañana del 19 de junio de 1963 cuando salí para ir a la misa de apertura del cónclave. Estábamos todos ordenados ante las rejas para saludarlo. El portero, que tenía una cierta confianza con él lo saludó diciéndole: “Padre Santo, ¡felicidades!”. Bonomelli fulminó a aquel buen hombre con la mirada: ¡cuidado con hacer un augurio así al cardenal que entra en cónclave! Pero cuando Montini regresó donde nosotros era Papa. De él recuerdo la gran reserva. Cuando venía, trascurría la primera semana dedicándose a un muy personal retiro espiritual. Rezaba bastante. Luego retomaba su actividad natural. Recuerdo conmocionado la fiesta de la Asunción del 1977 cuando el Papa inauguró la iglesia de la Virgen del Lago. En aquella ocasión, al final de la homilía, improvisando dijo: “Quien sabe si tendré la posibilidad de pasar esta fiesta con vosotros. De todos modos, aprovecho esta ocasión para abrazaros a todos y para agradeceros por cuanto me habéis dado. Se conmovió y trasmitió a todos nosotros ese mismo sentir. Y fue precisamente la última fiesta de la Asunción que pasó con nosotros; murió el 6 de agosto del siguiente año. Sólo entonces pensamos en sus palabras de un año atrás. Su muerte se anunció la mañana de aquel domingo. No tuvo fuerza de pronunciar el Angelus. No nos sorprendimos. Hubo un gran ir y venir de médicos, de enfermeras que traían balones de oxígeno del hospital cercano. Hasta el final esperamos ver desmentidos nuestros temores. Pero cuando el ir y venir cesó, todos nos pusimos espontáneamente a rezar. Así acompañamos su muerte. Por tres días su cuerpo permaneció con nosotros, expuesto. Fue una procesión continua hasta cuando una simple carroza fúnebre del municipio con un crespón negro trasladó sus restos mortales a Roma.
¿El Papa Albino Luciani en cambio no vino aquí ni como cardenal?
Lamentamos mucho lo de Juan Pablo I, por el hecho de no haber podido mostrarle nuestro afecto.
Después fue el turno del Papa Karol Wojtyla.
Mi historia con Juan Pablo II se inició antes de su elección. El domingo antes del cónclave que lo eligió, me llamó monseñor Andrzej Deskur. Me pidió si podía venir aquí a las Villas en compañía del arzobispo de Cracovia –“Un gran cardenal, muy trabajador”, me dijo– porque deseaba transcurrir algunas horas en soledad para rezar. Naturalmente vinieron juntos. Almorzaron en el pequeño restaurante que está justo aquí bajo el Palacio –dicho sea de paso, luego en una audiencia concedida a algunos lugareños el Papa reconoció a la señora propietaria del pequeño restaurante y le agradeció nuevamente por “los exquisitos fetuccini”– y luego se quedó en la Villa para pasear rezando. Cuando anunciaron el nombre del elegido, mientras muchos pensaban que se tratase de un africano, yo me sentía orgulloso de poder explicar a todos quién era en realidad. Con él cambió un poco la finalidad de uso de esta residencia. En el sentido que realmente se convirtió en la residencia alternativa del Papa. Venía en diferentes periodos del año, sobre todo de regreso de los viajes o durante las fiestas. Hacía también breves estadías para preparar documentos, discursos. Sobre todo en los primeros años revitalizó este lugar. En la noche se reunía con los jóvenes. Pero era un modo para conocer a fondo los diversos movimientos juveniles católicos. Eran momentos verdaderamente de fiesta. Se hacía fogata, se cantaba, se contaba la propia vida y la propia experiencia. Pero sobre todo muchos jóvenes aprendían a vivir “cum Petro”, con el Papa. Y esto ha sido muy importante.
¿Recuerda algo en particular de su experiencia junto a Juan Pablo II?
La suya era una presencia viva. En el sentido que cuando estaba aquí entre nosotros, salía verdaderamente a cada hora. A veces también tarde en la noche. De invierno, también cuando hacía frío, salía igualmente. Se envolvía en una manta negra, y a veces se ponía también una capucha de lana, siempre negro. Luego recuerdo las fiestas que hacía con los niños, los hijos de los empleados. Ellos cuando lo veían llegar de lejos, se escondían detrás de los arbustos. Y cuando el Papa pasaba junto a ellos, salían de improviso gritando y yendo a su encuentro. Parecía que jugaran a las escondidas con él. Era feliz y se prestaba siempre de buena gana a sus juegos. Para los niños se convirtió en una cita fija. Entre otras cosas, el Papa iba frecuentemente a las casas de los empleados que viven dentro de las Villas. Le gustaba conocer a sus familias, entender cómo vivían. Le ofrecían un café, un té, algún pastelillo, así como se hace con un amigo que te viene a buscar. Era muy hermoso y todos aquí conservan un bellísimo recuerdo de este modo suyo de estar entre ellos.
Recordará las polémicas que siguieron a su decisión de hacer construir una piscina en las Villas.
Fueron polémicas instrumentadas. El Papa la usaba sobre todo por motivos de salud. Tenía ya algunos problemas y le habían prescrito horas de natación para mejorar o para tener bajo control sus molestias. Era un Papa deportivo, pero esto tiene poco que ver con la piscina, de veras. Se trata de una piscina de sólo 18 metros y todavía está activa y funciona. El Papa Wojtyla la usó muchísimo. Recuerdo que una vez, precisamente comentando las críticas acerca de los costos asumidos para construirla, dijo con humor: “Un cónclave costaría mucho más”. Esto para dar a entender cuánto lo ayudaba el ejercicio físico a soportar los esfuerzos de su fatigoso pontificado. Le gustaba bromear sobre su ser un Papa deportivo. Frecuentemente nos recordaba que en presencia de otros hermanos repetía que los cardenales polacos eran más deportistas que los italianos: de hecho el cincuenta por ciento de los cardenales polacos practicaba al menos un deporte. Y cardenales polacos eran sólo él y Wyszynski. Fue durante su pontificado, en el 1986, cuando fui nombrado director de las Villas Pontificias. Carlo Ponti en efecto, que había sido el director desde 1971, había muerto.
Y ahora el Papa Benedicto XVI.
De él lo que impresiona es la extraordinaria delicadeza de ánimo, su extrema sensibilidad, su profunda espiritualidad. El conocía bien las Villas porque al menos una vez al año, habitualmente por su onomástico, se concedía un día de reposo y venía aquí. Pues en un cierto sentido eso ha facilitado su inserción en este ambiente, al que se ha aficionado de inmediato. A nosotros, por ejemplo, nos ha dado gusto oírle decir del inicio: “Castel Gandolfo es mi segunda casa”. Trabaja mucho en este ambiente silencioso. Y luego para nosotros es muy hermoso escuchar las notas del piano. Cierto que no es el primer Papa que toca un instrumento. Por ejemplo, Pío XII tocaba el violín, pero no toco nunca en las Villas, o al menos nadie lo escuchó. Ahora en cambio nos es posible escuchar, sobre todo de noche, sonatas de Mozart, Bach o Beethoven, ejecutadas por el Papa. Y es una cosa que nos llena de alegría porque significa que Benedicto XVI se siente verdaderamente en casa.
Las Villas no sólo hospedan al Papa, sino que de algún modo producen también algunos productos agrícolas. ¿Nos puede hablar de la pequeña granja en las afueras de la Villa?
Es una institución. Por lo demás antigua. Cuando en 1929 la Villa Barberini pasó a la Santa Sede, Pío XI hizo adquirir los terrenos colindantes por la parte de Albano y destinó estos terrenos a la actividad agrícola. El intento era el de subrayan el interés de la Iglesia por el mundo rural. Ya que le gustaba hacer las cosas de la mejor manera, siempre, quiso que esta granja, si bien pequeña en sus dimensiones, fuese dotada de equipos de vanguardia. Una de las primeras máquinas para ordeñar, por darle un ejemplo, fue introducida en las Villas en los tiempos de Pío XI, así como –siempre en aquel tiempo– se introdujeron las primeras incubadoras para pollitos. Hoy se ha extendido a unas veinte hectáreas. La parte más consistente está constituida por veintiséis vacas lecheras, que dan entre quinientos y seiscientos litros al día.
¿Y dónde va toda esta leche?
Aparte de surtir el Palacio Pontificio, la vendemos a la “Annona”, la despensa del Vaticano. Pero también a algunos cafés de aquí de la zona con el fin de que puedan beneficiarse también los habitantes del lugar. En el pasado surtíamos también al Hospital del Bambino Gesú, cosa que ya no ocurre porque ahora los hospitales se sirven de catering completos.
Ha hablado de surtir el Palacio. ¿Eso significa que llega del Vaticano algo así como una lista de las necesidades?
La tradición de proporcionar productos para el Papa comienza en el 1929. Diariamente nos vienen pedidos de productos de los que producimos. Y nosotros los enviamos.
¿El envío al Vaticano es diario?
Sí, todos los días. Le cuento un episodio. Durante la segunda guerra mundial temiendo que la camioneta que partía todas las mañanas no pudiese llegar a su destino debido a los combates –cosa que por lo demás nunca ocurrió– el director de la Villa, preocupado de que nunca le falte leche al Papa, envió al Vaticano un trabajador del establo y siete vacas lecheras. Prepararon un establo en el paseo de las Cuatro Rejas, en los jardines vaticanos. Las vacas fueron trasferidas en un camión, entrada la noche. Llegado el vehículo a la reja, el problema fue convencer a la guardia suiza de que lo deje pasar. Temían una emboscada. Sólo el mugido de las vacas, cansadas por el viaje y en una situación por cierto no cómoda, convenció a los suizos de que efectivamente no había ningún peligro e hicieron pasar el camión. Así las vacas se quedaron en el Vaticano desde enero de 1944 hasta la liberación de Roma.
¿Qué más se produce en las Villas?
Huevos, un centenar; aceite, entre diez y quince quintales al año; luego fruta y otros productos agrícolas. Lo que sobra es vendido a la “Annona”. También es muy importante lo que se produce en cuanto a flora. Todas las plantas y flores que embellecen los jardines de las Villas son producidas en nuestros invernaderos. En navidad hacemos una producción extraordinaria de estrellas de navidad, y con su venta logramos cubrir los costos para calentar los invernaderos.
¿Cuántas personas trabajan en las Villas?
En conjunto tenemos una planilla de cincuenta y seis personas. La mitad son técnicos para la manutención ordinaria en cada sector, y la mitad son los que trabajan en la granja. En resumen, se trata de una gran familia que, debo decir, trabaja en plena armonía.