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Cartas del diablo a su sobrino’. Carta XVI / C. S. Lewis

cartas-del-diablo.jpgAmena y mordaz radiografía de la religiosidad del hombre moderno… y de las tentaciones a las que se expone

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Mi querido Orugario:

En tu última carta, mencionabas de pasada que el paciente ha seguido yendo a una iglesia, y sólo a una, desde su conver­sión, y que no está totalmente satisfecho de ella. ¿Puedo pre­guntarte qué es lo que haces? ¿Por qué no tengo ya un informe sobre las causas de su fidelidad a la iglesia parroquial? ¿Te das cuenta de que, a menos que sea por indiferencia, esto es muy malo? Sin duda sabes que, si a un hombre no se le puede curar de la manía de ir a la iglesia, lo mejor que se puede hacer es enviarle a recorrer todo el barrio, en busca de la iglesia que «le va», hasta que se convierta en un catador o connoisseur de iglesias.

Las razones de esto son obvias. En primer lugar, la organi­zación parroquial siempre debe ser atacada, porque, al ser una unidad del lugar, y no de gustos, agrupa a personas de diferen­tes clases y psicologías en el tipo de unión que el Enemigo desea. El principio de la congregación, en cambio, hace de cada iglesia una especie de club, y, finalmente, si todo va bien, un grupúsculo o facción. En segundo lugar, la búsqueda de una iglesia «conveniente» hace del hombre un crítico, cuando el Enemigo quiere que sea un discípulo. Lo que El quiere del laico en la iglesia es una actitud que puede, de hecho, ser crítica, en tanto que puede rechazar lo que sea falso o inútil, pero que es totalmente acrítica en tanto que no valora: no pierde el tiempo en pensar en lo que rechaza, sino que se abre en humilde y muda receptividad a cualquier alimento que se le dé. (¡Fíjate lo rastrero, antiespiritual e incorregiblemente vulgar que es el Enemigo!) Esta actitud, sobre todo durante los sermones, da lugar a una disposición (extremadamente hostil a toda nuestra política) en que los tópicos calan realmente en el alma humana. Apenas hay un sermón, o un libro, que no pueda ser peligroso para nosotros, si se recibe en este estado de ánimo; así que, por favor, muévete, y manda a ese tonto a hacer la ronda de las iglesias vecinas, tan pronto como sea posible. Tu expediente no nos ha dado hasta ahora mucha satisfacción.

He mirado en el archivo las dos iglesias que le caen más cerca. Las dos tienen ciertas ventajas. En la primera de ellas, el vicario es un hombre que lleva tanto tiempo dedicado a aguar la fe, para hacérsela más asequible a una congregación supues­tamente incrédula y testaruda, que es él quien ahora escanda­liza a los parroquianos con su falta de fe, y no al revés: ha minado el cristianismo de muchas almas. Su forma de llevar los servicios es también admirable: con el fin de ahorrarle a los laicos todas las «dificultades», ha abandonado tanto el leccionario como los salmos fijados para cada ocasión, y ahora, sin darse cuenta, gira eternamente en torno al pequeño molino de sus quince salmos y sus veinte lecciones favoritas. Así estamos a salvo del peligro de que pueda llegarle de las Escrituras cualquier verdad que no le resulte ya familiar tanto a él como a su rebaño. Pero quizá tu paciente no sea lo bastante tonto como para ir a ésta iglesia, o, al menos, no todavía.

En la otra tenemos al padre Spije. A los humanos les cuesta trabajo, con frecuencia, comprender la variedad de sus opinio­nes: un día es casi comunista, y al día siguiente no está lejos de alguna especie de fascismo teocrático; un día es escolástico, y al día siguiente está casi dispuesto a negar por completo la razón humana; un día está inmerso en la política, y al día siguiente declara que todos los estados de este mundo están igualmente «en espera de juicio». Por supuesto, nosotros sí vemos el hilo que lo conecta todo, que es el odio. El hombre no puede resignarse a predicar nada que no esté calculado para escandalizar, ofender, desconcertar o humillar a sus padres y sus amigos. Un sermón que tales personas pudiesen aceptar sería, para él, tan insípido como un poema que fuesen capaces de medir. Hay también una prometedora veta de deshonestidad en él: le estamos enseñando a decir «el magisterio de la Iglesia» cuando en realidad quiere decir «estoy casi seguro de que hace poco leí en un libro de Maritain o alguien parecido…» Pero debo advertirte que tiene un defecto fatal: cree de verdad. Y esto puede echarlo todo a perder.

Pero estas dos iglesias tienen en común un buen punto: ambas son iglesias de partido. Creo que ya te he advertido antes que, si no se puede mantener a tu paciente apartado de la iglesia, al menos debiera estar violentamente implicado en algún partido dentro de ella. No me refiero a verdaderas cues­tiones doctrinales; con respecto a éstas, cuanto más tibio sea, mejor. Y no son las doctrinas en lo que nos basamos principal­mente para producir divisiones: lo realmente divertido es hacer que se odien aquellos que dicen «misa» y los que dicen «santa comunión», cuando ninguno de los dos bandos podría decir qué diferencia hay entre las doctrinas de Hooker y de Tomás de Aquino, por ejemplo, de ninguna forma que no hiciese agua a los cinco minutos. Todo lo realmente indiferente —cirios, vestimenta, qué sé yo— es una excelente base para nuestras actividades. Hemos hecho que los hombres olviden por com­pleto lo que aquel individuo apestoso, Pablo, solía enseñar acerca de las comidas y otras cosas sin importancia: es decir, que el humano sin escrúpulos debiera ceder siempre ante el humano escrupuloso. Uno creería que no podrían dejar de percatarse de su aplicación a estas cuestiones: uno esperaría ver al «bajo» eclesiástico arrodillándose y santiguándose, no fuese que la conciencia débil de su hermano «alto» se viese empujada a la irreverencia, y al «alto» absteniéndose de tales ejercicios, no fuese a empujar a la idolatría a su hermano «bajo». Y así habría sido, de no ser por nuestra incesante labor; sin ella, la variedad de usos dentro de la Iglesia de Inglaterra podría ha­berse convertido en un semillero de caridad y de humildad. Tu cariñoso tío,

ESCRUTOPO