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La Iglesia ante la Eutanasia

eutanasia1.jpgSeleccionamos algunas cuestiones relacionadas con la eutanasia, iluminadas moralmente por la Conferencia Episcopal Española en el año 1993, y que mantienen toda su actualidad y vigencia.

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 90. La cuestión de la eutanasia ¿es un problema religioso o moral?

Además de un problema médico, político o social, la eutanasia es un grave problema moral para cualquiera, sea o no creyente.

Quienes creemos en un Dios personal que no sólo ha creado al hombre sino que ama a cada hombre o mujer en particular y le espera para un destino eterno de felicidad y, en especial, los católicos, tenemos un motivo más que los que pueda tener cualquier otra persona para rechazar la eutanasia, pues los que así pensamos estamos convencidos de que la eutanasia implica matar a un ser querido por Dios que vela por su vida y su muerte. La eutanasia es así un grave pecado que atenta contra el hombre y, por tanto, contra Dios, que ama al hombre y es ofendido por todo lo que ofende al ser humano; razón por la que Dios en su día pronunció el “no matarás” como exigencia para todo el que quiera estar de acuerdo con Él.

Para los católicos, la eutanasia, como cualquier otra forma de homicidio, no sólo es un ataque injustificable contra la dignidad humana, sino también un gravísimo pecado contra un hijo de Dios.

Oponerse a la eutanasia no es postura exclusiva de quienes creen en Dios, pero para éstos es algo natural y no renunciaba: para ellos la vida es don gratuito de Dios y nadie está legitimado para acabar con la vida de un inocente.

91. Sin embargo, la Iglesia no condena en toda circunstancia la guerra y la pena de muerte. ¿No es contradictorio esto con su postura sobre la eutanasia?

No es contradictorio por cuanto la guerra y la pena de muerte pueden ser expresión del derecho a la legitima defensa contra la agresión injusta, que la Iglesia siempre ha reconocido a las personas y las sociedades y que, por otra parte, es admitida por todos los ordenamientos jurídicos contemporáneos como por las declaraciones internacionales sobre derechos humanos. La eutanasia, por el contrario, jamás puede ser entendida como legitima defensa aunque materialmente su efecto sea el mismo que el de la guerra o la pena de muerte.

Uno de los requisitos para considerar admisible la legítima defensa es el de la proporcionalidad entre el ataque que se recibe y el daño que se causa al agresor. Hoy día se extiende el convencimiento entre muchos moralistas – y ello ha sido reflejado en algunos textos del episcopado mundial – de que los medios de destrucción masiva existentes hacen desproporcionado cualquier guerra en la que se usen estos medios. Asimismo se extiende la opinión de que la ineficacia acreditada de la pena de muerte como elemento disuasorio, la convierte también en desproporcionado para justificarla moralmente como legítima defensa social. Por tanto, en la medida en que medios distintos de la pena de muerte y la guerra sean suficientes para defender las vidas humanas contra el agresor y para proteger la paz pública, estos recursos no sangrientos deben preferirse por ser más proporcionados y más conformes al fin perseguido y a la dignidad humana.

De ahí que varias Conferencias Episcopales hayan tomado postura oficialmente a favor de la abolición de la pena de muerte y en contra del carácter justo de cualquier guerra no puramente defensiva, postura que este documento comparte, pues, si se debe defender la vida, este principio es indivisible, y debe ser de aplicación en todos los casos.

92. ¿Por qué la Iglesia condena el suicidio y la eutanasia y, en cambio, exalta el martirio?

La vida humana en su dimensión corporal participa ciertamente, según se ha dicho antes, de la dignidad de la persona y, por lo mismo, no se puede atentar contra ella por ningún motivo.

La Iglesia condena por ello el suicidio y el homicidio. en sus diversas formas y cualesquiera que sean los motivos que se invoquen para cometerlos. Tan condenable es la eutanasia en cuanto una forma de homicidio por motivo de piedad y compasión, como el atentado contra la propia vida por un motivo religioso, que sería en ese caso, desde luego, un suicidio.

Pero es evidente que el mártir no es un suicida que atenta contra su vida por un motivo religioso. El mártir no se quita la vida: se la quitan. No realiza un suicidio, sino que es víctima de un homicidio. No quebranta, pues, en absoluto, el principio de la inviolabilidad de la vida humana como bien fundamental de la persona.

Ahora bien: la vida humana en su dimensión corporal participa de la dignidad de la persona, pero no se identifica con esta dignidad. La persona humana es cuerpo, pero es también más que cuerpo. Forman parte, por ello, de la dignidad de la persona otros valores más altos que el de su vida física, y por los que el hombre puede entregar su vida, gastarla y hasta acortarla mientras no atente directamente contra ella. La vida humana, siendo un valor fundamental de la persona, no es el valor absoluto y supremo.

La Iglesia, que condena el suicidio y el homicidio por atentar contra un bien fundamental e inviolable de la persona, exalta el martirio por cuanto es una entrega que el mártir hace de su vida física en aras de unos valores superiores a ella, como son su fidelidad y amor a Dios, dando con ello testimonio heroico de vida coherente con las más altas exigencias de la dignidad de la persona humana lejos de atentar contra esta dignidad hace una máxima afirmación de ella.

Que la entrega de la vida sea una muestra de la dignidad de la persona humana es, por otra parte, fácil de advertir. La experiencia cotidiana nos brinda ejemplos de vidas que se entregan, se gastan en cada momento en el ejercicio de las responsabilidades familiares, profesionales o sociales. La madre que quebranta su salud pasando noches enteras junto al lecho de su marido o su hijo; el bombero que arriesga su vida por sofocar un incendio; el empresario o el sindicalista que sufren enfermedades derivadas de la tensión por mantener unos puestos de trabajo; el socorrista que se pone en trance de morir ahogado… Todos éstos son ejemplos, entre otros muchos, de formas de gastar, de acortar y de arriesgar la propia vida en aras de valores solidarios. Cuando el valor que se pone en juego es un valor supremo, el ofrendar supremamente la vida es una actitud coherente y admirable, y es evidente que nada de eso tiene que ver con la eutanasia.

Es en esta lógica de la entrega, de la donación de la vida, donde se enmarca el martirio, y por lo que merece ser exaltado.

93. ¿Puede decirse, entonces, que la vida humana no es para la Iglesia un valor absoluto?

La vida humana no es para la Iglesia un valor absoluto al que todos los demás se deban subordinar; lo que es un valor absoluto para la Iglesia es la dignidad de la persona humana, que está hecha a imagen y semejanza de Dios. Por eso el martirio o el arriesgar la propia vida por salvar a otros no sólo no son pecado, sino que pueden ser algo valioso e incluso moralmente obligatorio.

Así, la Iglesia ha elevado a los altares a una persona como Maximiliano Kolbe, que realizó, por motivos sobrenaturales, un acto de suprema generosidad entregando su vida para salvar la de otra persona.

No existe, en consecuencia, contradicción alguna entre el estricto criterio de rechazo a la eutanasia por parte de la Iglesia y el que para ella existan valores superiores a la vida humana: matar a un ser humano inocente es gravísimo pecado; que un ser humano asuma morir por hacer el bien que debe o antes que verse obligado a hacer el mal, es virtuosa actitud.

94. ¿Se puede resumir en pocas palabras cuál es la doctrina de la Iglesia sobre la eutanasia?

La doctrina de la Iglesia sobre la eutanasia es la que ha quedado expuesta en este documento, pero podemos resumirla ahora en forma de decálogo:

1. Jamás es lícito matar a un paciente, ni siquiera para no verle sufrir o no hacerle sufrir, aunque él lo pidiera expresamente. Ni el paciente, ni los médicos, ni el personal sanitario, ni los familiares tienen la facultad de decidir o provocar la muerte de una persona.

2. No es lícita la acción que por su naturaleza provoca directa o intencionalmente la muerte del paciente.

3. No es lícito omitir una prestación debida a un paciente, sin la cual va irremisiblemente a la muerte; por ejemplo, los cuidados vitales (alimentación por tubo y remedios terapéuticos normales) debidas a todo paciente, aunque sufra un mal incurable o esté en fase terminal o aun en coma irreversible.

4. Es lícito rehusar o renunciar a cuidados y tratamientos posibles y disponibles, cuando se sabe que resultan eficaces, aunque sea sólo parcialmente. En concreto, no se ha de omitir el tratamiento a enfermos en coma si existe alguna posibilidad de recuperación, aunque se puede interrumpir cuando se haya constatado su total ineficacia. En todo caso, siempre se han de mantener las medidas de sostenimiento.

5. No existe la obligación de someter al paciente terminal a nuevas operaciones quirúrgicas, cuando no se tiene la fundada esperanza de hacerle más llevadera su vida.

6. Es lícito suministrar narcóticos y analgésicos que alivien el dolor, aunque atenúen la consciencia y provoquen de modo secundario un acortamiento de la vida del paciente. Siempre que el fin de la acción sea calmar el dolor y no provocar subrepticiamente un acortamiento sustancial de la vida; en este caso, la moralidad de la acción depende de la intención con que se haga y de que exista una debida proporción entre lo que se logra (la disminución del dolor) y el efecto negativo para la salud.

7. Es lícito dejar de aplicar tratamientos desproporcionados a un paciente en coma irreversible cuando haya perdido toda actividad cerebral. Pero no lo es cuando el cerebro del paciente conserva ciertas funciones vitales, si esa omisión provocase la muerte inmediata.

8. Las personas minusválidas o con malformaciones tienen los mismos derechos que las demás personas, concretamente en lo que se refiere a la recepción de tratamientos terapéuticos. En la fase prenatal y postnatal se les han de proporcionar las mismas curas que a los fetos y niños sin ninguna minusvalía.

9. El Estado no puede atribuirse el derecho a legalizar la eutanasia, pues la vida del inocente es un bien que supera el poder de disposición tanto del individuo como del Estado.

10. La eutanasia es un crimen contra la vida humana y contra la ley divina, del que se hacen corresponsables todos los que intervienen en la decisión y ejecución del acto homicida.

95. En las situaciones ¿No se plantean al médico, la enfermera o los familiares creyentes, unos problemas morales muy difíciles de resolver?

Pueden plantearse tales problemas y pueden ser de difícil resolución, como sucede por otra parte en otros muchos ámbitos de la vida (¿cuál es el salario justo?, ¿cuál la actitud respecto a un hijo, un marido o una esposa delincuente?, ¿qué impuestos son justos? etc.), pero se puede llegar a una solución justa si se tienen claros los principios morales, los bienes que hay que respetar y los males que hay que evitar. En el caso del enfermo terminal, habrá que acudir al contraste de opiniones con otros expertos en Medicina y en Moral, y habrá que reflexionar con cuidado y lealtad sincera hacia el otro y sus derechos, antes de tomar una decisión.

Si a pesar de todo permanece la duda, la actitud moralmente prudente será la de abstenerse de correr el riesgo de hacer algo inmoral, viejo principio de gran eficacia.

96. ¿Y no es demasiado ambiguo el dejar al puro criterio del médico, o del estado de la ciencia en un momento concreto, la determinación de lo que son medios proporcionados o no para mantener la vida?

No, no es ambiguo: es profundamente humano y realista. Pretender hacer un elenco casuístico de todos los casos posibles es inútil, porque tal relación es imposible. La moral (como, por otra parte, el Derecho, tanto eclesiástico como civil) define los principios del recto obrar, identifica los bienes que han de ser respetados y pone de manifiesto los males que han de ser evitados. Después es el sujeto del acto moral, el hombre con capacidad de conocer y querer, el que debe decidir – según su conciencia, previamente formada – ante la situación concreta. Es esa – la decisión – la responsabilidad de cada ser humano y debe ser asumida pensando en Dios, porque Él es el que al final juzga.

Esto es así no sólo respecto a la eutanasia, sino en mil ámbitos más: el trabajador que se plantea ir a la huelga, el empresario que fija salarios y condiciones de trabajo, el legislador o el político que adopta decisiones que afectan a millones de ciudadanos, el vendedor que pone precio a sus productos, el juez que dicta sentencia, el padre o la madre que se ven ante un hijo problemático, son personas que tienen la obligación moral de adoptar decisiones justas, y para ello no disponen de ninguna lista de casos que lo abarque todo, sino que deben basarse en los principios morales que la Iglesia enseña, y también en las circunstancias diversas cambiantes, a veces fugaces y otras difíciles de aprender de la realidad sobre la que su decisión va a incidir.

La doctrina es clara y segura; las circunstancias pueden no ser conocidas con total certeza, y la decisión – el acto moralmente relevante – siempre será un acto del hombre enfrentado a la situación conflictiva. Esta es la grandeza y la servidumbre de la libertad que caracteriza al hombre.

97. ¿Cuál es la doctrina de la Iglesia sobre el dolor y la muerte?

Para quienes tienen fe, el interrogante que sobre el mal se hacen todos los hombres es más acuciante, pues la fe nos hace tener presente a un Dios todopoderoso que ama a cada hombre. Pues bien, el conocimiento de que, en la realidad, la providencia amorosa de Dios respecto a cada hombre es compatible con la existencia del dolor y el sufrimiento, nos indica que el dolor – aunque no podamos explicarlo – tiene un sentido.

Cuando a Cristo se le preguntó por alguna de las facetas del dolor, fue parco en palabras: prácticamente sólo explicó que no se trataba de un castigo divino (cfr. curación del ciego de nacimiento; Jn. 9,2-4). Pero Jesús hizo algo mejor que pronunciar palabras sobre el dolor: sufrió el dolor total en la Cruz convirtiendo ese dolor y esa muerte, por la Resurrección, en la Buena Nueva, dándole el máximo sentido: ese dolor atroz hasta la muerte es el máximo bien de la Humanidad y dio sentido al hombre, a la historia y al universo.

Quizá nosotros lo más que podarnos hacer sea imitar a Cristo: decir pocas palabras sobre el dolor, pero vivir la experiencia de encontrarle sentido convirtiéndolo, con la esperanza en la resurrección y la vida eterna, en fuente de amor y de superación de uno mismo, para unirnos en espíritu con el sufrimiento de Cristo, que prometió la bienaventuranza a los que sufren: a los pobres, los que lloran, los que tienen hambre y sed, los perseguidos.

Cristo no teorizó sobre el dolor: amó y consoló a los que sufren y Él mismo sufrió hasta la muerte, y muerte de cruz. La Iglesia no elabora teorías sobre el dolor, pero quiere aportar a la Humanidad una vocación de donación preferente hacia los que sufren, y también la experiencia del sentido del dolor que Cristo nos dio con su muerte, y que tantos millones de cristianos intentan revivir todos los días desde hace veinte siglos.

98. ¿Cuál debe ser la actitud de un cristiano ante la eutanasia y, en general, ante el sufrimiento y la muerte propios o ajenos?

Todos los cristianos podemos y debemos coadyuvar con nuestras palabras, nuestros actos y nuestras actitudes y recrear en el entramado de la vida cotidiana una cultura de la vida que haga inadmisible la eutanasia. En particular, y a título meramente de ejemplo, todos podemos ayudar a esa inmensa tarea:

–aceptando el dolor y la muerte, cuando nos afecte personalmente, con la visión sobrenatural propia de un católico que sabe que puede unirse a Cristo en su sufrimiento redentor y que, tras la muerte, nos espera el abrazo de Dios Padre;

–ejercitando según nuestros medios, posibilidades y circunstancias, un activo apoyo al que sufre: desde una sonrisa hasta la dedicación de tiempo y dinero mil cosas podemos hacer para aliviar el dolor ajeno y ayudar al que lo padece a sacar amor y alegría honda de su dolor, y no odio y tristeza;

–rezando por los que sufren, por quienes los atienden, por los profesionales de la salud, por los políticos y legisladores en cuyas manos está legislar a favor de la eutanasia o a favor de la dignidad del que sufre. La oración es el alma más poderosa y eficaz con que contamos los cristianos;

–facilitando el surgimiento de vocaciones a las instituciones de la Iglesia que por su carisma fundacional están específicamente dedicadas a atender a la humanidad doliente y que constituyen hoy – como hace siglos – una maravillosa expresión del amor y el compromiso práctico de la Iglesia con los que sufren;

–acogiendo con amor sobrenatural, afecto humano y naturalidad en el seno de la familia a los miembros dolientes, deficientes, enfermos o moribundos aunque eso suponga sacrificio;

–estando presentes en los medios de comunicación social y demás foros de influencia en la opinión pública para hacer patentes nuestras convicciones sobre el dolor y la muerte y nuestras alternativas a la eutanasia homicida: cartas al director, llamadas telefónicas, estudios médicos, conferencias, etc.;

–votando, en los procesos electorales de nuestro país, con atención responsable hacia la actitud de cada partido político ante cuestiones como la familia, la sanidad, la política respecto a los minusválidos y la tercera edad, la eutanasia, etc.;

–los médicos, enfermeras y demás profesionales sanitarios, promoviendo un tipo de Medicina y de asistencia hospitalaria realmente centradas en el enfermo, en el trato digno al paciente.

En todo caso tenemos a nuestra disposición un sacramento – la unción de los enfermos – específicamente creado por Dios para preparar una buena muerte.

99. ¿Qué es el Sacramento de la Unción de los Enfermos?

Es uno de los siete Sacramentos de la Iglesia destinado a reconfortar a los que están probados por la enfermedad.

Este Sacramento otorga al cristiano un don particular del Espíritu Santo, mediante el cual el hombre recibe una gracia de fortalecimiento, de paz y de valor para vencer las dificultades propias del estado de enfermedad grave o de fragilidad de la vejez. Esta gracia renueva en el que la recibe su fe y confianza en el Señor, robusteciéndole contra las tentaciones del enemigo y la angustia de la muerte, de tal modo que pueda, no sólo soportar sus males con fortaleza, sino también luchar contra ellos e incluso, conseguir la salud si conviene para su salvación espiritual; asimismo, la unción de los enfermos le concede, si es necesario, el perdón de los pecados y la plenitud de la penitencia cristiana. La Unción es Sacramento de enfermos y sacramento de Vida, expresión ritual de la acción liberadora de Cristo que invita, y al mismo tiempo ayuda al enfermo a participar en ella.

Es aconsejable recibir este Sacramento en enfermedad grave, vejez o peligro, como puede ser el de una operación quirúrgica en que peligra su vida, pudiendo reiterarse aún dentro de la misma enfermedad si ésta se agrava, no debiendo reservarse para cuando el enfermo está ya privado de su consciencia.

Así dice el Concilio: “… no es sólo el Sacramento de quienes se encuentran en los últimos momentos de su vida. Por tanto, el tiempo oportuno para recibirlo comienza cuando el cristiano ya empieza a estar en peligro de muerte por enfermedad o vejez” (SC 73).

Unido a este Sacramento, el “Viático” o recepción de la Eucaristía que ayude a completar el camino hacia el Señor, (“Viático”, quiere decir “Vianda” para el camino), perfeccionará la esperanza cristiana “asociándose voluntariamente (el enfermo) a la pasión y muerte de Cristo” (L.G. 11).

100. ¿Cuál debe ser la actitud de un cristiano ante la muerte?

Los cristianos deben ver la muerte como el encuentro definitivo con el Señor de la Vida y, por lo tanto, con esperanza tranquila y confiada en Él, aunque nuestra naturaleza se resista a dar ese último paso que no es fin, sino comienzo. La antigua cristiandad denominaba, con todo acierto, al día de la muerte, “dies natalis”, día del nacimiento a la Vida de verdad, y con esa mentalidad deberíamos acercarnos todos a la muerte.

En todo tiempo la piedad cristiana identificó en breves jaculatorias el deseo que a todos los cristianos debe animar respecto a su muerte: que en la última agonía está muy cerca de nosotros la Madre de Dios, como estuvo al pié de la Cruz cuando su Hijo moría.

 

Cfr. La Eutanasia: 100 cuestiones y respuestas sobre la defensa de la vida humana y la actitud de los católicos. Ed. Paulinas 1993, nn. 90-100