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El éxito de «La sangre del pelícano», según su autor

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«La sangre del pelícano» es una de las sorpresas editoriales del año: un thriller policiaco, profundamente cristiano, éxito de ventas

 

Después de haber informado sobre el lanzamiento del libro, hace meses, Zenit entrevista a su autor, Miguel Aranguren, el primer sorprendido por la acogida de su octava novela editada por LibrosLibres.

Según la trama, el sacerdote Albertino Giotta escapó hace años de las garras del diablo. Pero el príncipe de la mentira ha vuelto dispuesto a urdir una terrible venganza. La batalla entre el Bien y el Mal no tendrá cuartel.

Albertino Giotta y el comisario Luigi Monticone, se enfrentan –con la fuerza de la fe y la astucia– a unos horribles e inexplicables crímenes en la peor crisis de la Iglesia.

Tal y como se encuentra el mercado editorial (exceso de publicación de novedades, focalización en muy pocos títulos gracias a costosísimas campañas de marketing y publicidad, poco espacio físico en las librerías y concentración de las ventas literarias en las grandes superficies), ¿cómo se explica el éxito de «La sangre del pelícano»?

Como autor no tengo una respuesta sencilla a los miles de ejemplares vendidos. Tal y como usted plantea, no es fácil hacerse un hueco en el mercado literario. Sin embargo, los lectores están a su vez cansados de que la pauta de la buena literatura esté marcada por personas ajenas al escritor, es decir, que sean los publicistas quienes decidan qué hay que leer. Por otro lado, «La sangre del pelícano» echa un pulso a tantas novelas de intriga espiritual que desde hace diez años vienen poniendo en jaque a la Iglesia y a la Verdad.

¿Se refiere a «El código da Vinci»?

Pienso que «El código» es sólo la punta del iceberg de un plan bien definido para dañar desde el ámbito literario a la Iglesia y a las verdades que ésta custodia. Si no fuera así, cuesta entender el empeño de novelistas y editoriales en utilizar un asunto ajeno (está claro que quienes escriben para hacer daño a la Iglesia no pueden considerarse buenos cristianos, es decir, que sus argumentos les son ajenos) con la insistencia de quien ha encontrado una bicoca. Muchos novelistas no salen de lugares comunes para plantear sus tramas: sacerdotes corruptos, monjes que esconden secretos que ponen en jaque las raíces de la propia Iglesia, papas malvados y, lo que es más grave, un pueblo engañado y que se deja engañar.

Uno se podría cuestionar por qué le preocupa a usted que haya novelistas que quieran hacer de todos esos temas la base del argumento de sus libros.

Se trata de una cuestión de principios. El escritor ha recibido un don para comunicarse con los demás y tiene la obligación ética de utilizarlo bien. Basta un análisis somero de la historia de la Iglesia para llegar a la conclusión de que, como institución, ha realizado un bien sin cuento a la humanidad, más allá de sus propios fieles: la ciencia, las obras de caridad, la expansión de una civilización sostenida en los derechos individuales y colectivos, la igualdad… Con esta apreciación no quiero decir que en esta historia no haya habido oscuridades: los últimos papas las han reconocido y pedido públicamente perdón (algo inconcebible en cualquier otra institución humana), convencidos de que la naturaleza caída del hombre es capaz de provocar mucho mal. Pero permítame que me detenga en estos últimos pontificados: Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II y Benedicto XVI –por no extenderme más en el análisis– han sido y son adalides de la paz, tal como la comunidad internacional ha reconocido tras la reciente visita del Papa a la sede central de las Naciones Unidas. Por todos estos motivos, es de justicia que cuando se novelan asuntos vinculados al cristianismo, los escritores sean consecuentes con la realidad. Por puro sentido común. Por puro sentido de la justicia.

Tal vez la clave se encuentre en saber si la fe puede ser motivo de novela.

¿Por qué no? La espiritualidad es intrínseca al hombre, así que su sed de Dios puede ser motivo de novela. Es más, se trata de la dimensión más profunda del ser humano y, por tanto, de la más apasionante ya que ilumina el resto de nuestro actuar. Eso sí, hablamos de fe, no de una caricatura más cercana a la superstición o a la superchería. En ese sentido, tengo presentes aquellas líneas en las que Juan Pablo II, en su carta a los artistas, pedía que volviésemos los ojos a la Verdad porque la Iglesia necesita de artistas (de novelistas, por qué no) del mismo modo que los novelistas necesitan de la luz que custodia y transmite la Iglesia.

Háblenos de estos primeros meses de vida de «La sangre del pelícano»…

Empezaré confesando que ninguna otra novela de las que he publicado me ha dado tantas alegrías. Piense que nos referimos a una novela de suspense policiaco, un mero entretenimiento y, sin embargo, los lectores se enfrentan a sus páginas con la pasión de quien contempla algo auténtico. Yo creo que no se debe sólo a la trama (unos misteriosos asesinatos que implican de manera directa a un sacerdote que, antes de su conversión había tenido una vida disipada), sino a la personificación de los dos contrapesos de la Historia.

¿A qué se refiere?

Al Bien y al Mal en toda su dimensión. Al tratar del Bien, «La sangre del pelícano» no presenta a personajes cándidos, blanditos, sino a auténticos ejemplos de fortaleza. Y no sólo me refiero a Juan Pablo II y a la beata Teresa de Calcuta, protagonistas secundarios de la novela, sino a los miembros de la Iglesia perseguida en China que, quizá, han concitado más emociones que ningún otro pasaje del libro. También el protagonista, el párroco Albertino Guiotta, da auténticas lecciones de esperanza en tiempos de tribulación y, por qué no decirlo, el comisario Luigi Monticone, que refleja de alguna manera al hombre de hoy, que alberga en el corazón, tal vez muy escondida, la presencia de Dios

¿Y el Mal? ¿De qué manera aparece en «La sangre del pelícano»?

El Mal aparece de muchas maneras. Desde la forma más atractiva y seductora (el pasado de Albertino Guiotta antes de encontrar a Dios) hasta su rostro más auténtico: el mismísimo Satanás. Porque en la novela el diablo juega un papel importante. He querido que el público se diera cuenta de la presencia del Príncipe de la mentira en nuestro mundo, así como de su ira cada vez que logra alguno de sus objetivos. Porque a Satanás el mal sólo le mueve a una mayor desesperanza, a un vacío más grande. Su destino es la soledad del infierno frente a la felicidad sin límites que Dios prometió a quienes le sigan. Y sabe que ha perdido la batalla, a pesar de que los signos externos puedan indicar lo contrario.

¿Cómo reaccionan sus lectores ante esta manera tan rotunda de plantear la trama de la novela?

La sensación que me llega por sus comentarios y correos electrónicos es que agradecen la claridad de ideas. Es cierto que «La sangre del pelícano» es sólo una novela, es decir, que no se trata, ni mucho menos, de un tratado teológico ni de un manual de ascética. Busco el entretenimiento, pero un entretenimiento que no esté enfrentado a la realidad. Lo que se narra en las cinco localizaciones del libro (Roma, París, Granada, Cantón y Nueva York) es posible, y eso provoca una identificación casi inmediata del público con los dos héroes de la novela: Albertino y Luigi, con los que sufren y disfrutan de sus aventuras.

¿Veremos pronto una segunda parte?

Aunque ahora estoy embarcado en otros proyectos literarios, no tengo duda de que Albertino Guiotta y el comisario no me quieren dejar tranquilo… No se tratará tanto de una segunda parte, porque el caso de «La sangre del pelícano» está cerrado, como de enfrentar a esta pareja tan singular a nuevos retos ante los que la fe y el ingenio humano puedan ganar la partida.

14 mayo 2008 (ZENIT.org)