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13 de mayo, aniversario del atentado contra el Papa Juan Pablo II en la plaza de San Pedro

atentado-juan-pablo-ii.bmpRECORDANDO…

 

‘El pasado 13 de mayo la Universidad católica de Lublin (Polonia) confirió el doctorado «honoris causa» en teología al obispo Stanislaw Dziwisz, 62 años, secretario de Karol Wojtyla desde los años sesenta.

 

Al cumplirse exactamente en ese día el XX aniversario del atentado contra el Papa en la plaza de San Pedro, monseñor Stanislaw dedicó su discurso a explicar detalladamente la evolución de los hechos, poniendo de relieve que fue la Providencia divina, por intercesión de la santísima Virgen, quien salvó al Santo Padre de la muerte.

 

Suya fue la decisión, tomada en una fracción de segundo, de correr al Policlínico Gemelli con el Papa herido y en condiciones gravísimas. Una tragedia convertida en milagro. Contada, veinte años después, por primera vez, por la boca de un testigo de excepción, y con algunos detalles inéditos hasta este momento.

 

Ofrecemos a continuación el texto del discurso traducido al castellano por «L’Osservatore Romano»

 

Querido rector magnífico; ilustres huéspedes:

 

Este encuentro tiene lugar en una circunstancia particular. En efecto, hoy se cumplen veinte años del día en que la divina Providencia, por intercesión de la Madre santísima, salvó al Santo Padre de la muerte a manos del atentador.

 

La fecha del 13 de mayo no puede dejarnos indiferentes, especialmente a esta universidad, que se honra de haber tenido entre sus profesores al Papa Juan Pablo II.

 

Así pues, esta ceremonia nos brinda la ocasión de revivir aquel acontecimiento, del que fuimos testigos. En su contexto, parece conveniente situar este encuentro en la doble dimensión de “don y misterio”, ante los cuales es preciso inclinar la cabeza y respetar su profundo valor. El don es la vida del Santo Padre, que sigue dando frutos para bien de la Iglesia y del mundo; el misterio es el atentado, que, a pesar del drama que vivimos, tratamos de ver desde la perspectiva de los designios salvíficos de la divina Providencia.

 

Había pedido que se prescindiera de la laudatio. De todos modos, agradezco al profesor Nagy sus palabras, presentadas en forma de evocación. Sin embargo, no habrá lección, sino más bien un testimonio, el testimonio de una persona que sólo ha rozado el misterio, en el que tal vez fue un instrumento en los planes de Dios (me resulta difícil reconocerlo), y que en cambio es ciertamente un testigo ocular de cómo, a lo largo de veinte años, se está realizando ese don, el don de la vida del Santo Padre.

 

Quiero sacar de la historia, no demasiado lejana pero importante, algunos hechos referentes a la fecha del 13 de mayo de 1981. Están profundamente grabados en mi corazón y hasta hoy no he tenido el valor de hablar de ellos en público. Sé que no es posible contarlos ni comprenderlos en su totalidad. Pero creo que vale la pena volver a ellos con el recuerdo. Espero que referir los detalles de aquellos acontecimientos, por lo general desconocidos, sirva, más que para satisfacer la curiosidad, sobre todo para ver cómo la vida del Santo Padre fue verdaderamente salvada por una gracia admirable de Dios, por la que debemos dar incesantemente gracias.

 

El año 1981 constituyó para Polonia un año de tensiones sociales y políticas, pero fue también el anuncio de tiempos nuevos. Las palabras que el Santo Padre pronunció en Gniezno, durante la peregrinación de 1979, sobre el respeto de la dignidad y de los derechos del hombre, de los derechos de las naciones y de las sociedades a la libertad, a la soberanía y a la autodeterminación quedaron profundamente grabadas en la conciencia de la gente. Aún resonaban los ecos de la homilía pronunciada por el Papa durante la santa misa de inauguración de su pontificado: “¡No tengáis miedo; abrid, más aún, abrid de par en par las puertas a Cristo!”.

 

A pesar de todo, también en Italia, el mes de mayo de 1981 fue turbulento. Debía celebrarse el referéndum sobre la ley del aborto. Para el 13 de mayo estaba anunciada, al respecto, una gran manifestación, convocada en Roma por el partido comunista. Ese mismo día, el Santo Padre debía fundar el Instituto de estudios sobre matrimonio y familia en la Pontificia Universidad Lateranense y crear en la Sede apostólica el Consejo pontificio para la familia.

 

La tarde del día 11 de mayo, por deseo del Papa, visité, en su residencia de Polonia, al cardenal Wyszynski. El “Primado del milenio” ya se veía obligado a guardar cama a causa de una grave enfermedad. Mantuve con el cardenal una larga conversación, durante la cual quiso transmitir al Santo Padre su última voluntad. Le escribió también una carta. Era consciente de que podía morir. Me pareció muy débil y completamente abandonado a la voluntad de Dios. Se alegraba de la ceremonia, anunciada para el día 8 de junio, de la consagración de la Iglesia y del mundo a la Madre santísima, por el Santo Padre juntamente con los obispos. El Primado tenía un grandísimo deseo de participar en ese acto, que había promovido con todo su empeño. Sin embargo, dado su estado de salud, se limitó a nombrar una delegación que acudiera a Roma.

 

Volví de Polonia el día siguiente a la visita que había hecho al cardenal. El 13 de mayo el Santo Padre invitó a comer con él al profesor Jerôme Lejeune, de París, experto en genética, de fama mundial, y gran defensor de la vida. A las cinco de la tarde, en la plaza de San Pedro, debía tener lugar la tradicional audiencia general de los miércoles.

 

Hora 17.17. Mientras daba la segunda vuelta a la plaza, se escucharon los disparos contra Juan Pablo II. Alí Mehmet Agca, un asesino profesional, disparó con una pistola, hiriendo al Santo Padre en el vientre, en el codo derecho y en el dedo índice. Un proyectil traspasó el cuerpo y cayó entre el Papa y yo. Escuché dos tiros. Las balas hirieron a otras dos personas. A mí no me alcanzaron, aunque tenían tanta fuerza que podían atravesar a varias personas.

 

Pregunté al Santo Padre: – ¿Dónde? Respondió: – En el vientre. – ¿Le duele? – Me duele. Y en aquel instante comenzó a agacharse. Al estar yo detrás de él, pude sostenerlo. Estaba perdiendo las fuerzas.

 

Fue un momento dramático. Hoy puedo decir que en aquel instante entró en acción una fuerza invisible, que permitió salvar la vida del Santo Padre, que corría peligro de muerte. No había tiempo para pensar; no había un médico al alcance de la mano. Una sola decisión equivocada podía tener efectos catastróficos. No intentamos prestarle los primeros auxilios, ni pensamos en llevar al Herido a su apartamento. Cada minuto era precioso. Así, inmediatamente lo introdujimos en la ambulancia, se encontró también a su médico personal, el doctor Renato Buzzonetti, y a gran velocidad nos dirigimos al Policlínico Gemelli. Durante el trayecto el Santo Padre estaba aún consciente; perdió el conocimiento al ingresar en el hospital. Mientras le fue posible, oró en voz baja.

 

En el Policlínico encontramos consternación, pero eso era de esperar. El Herido primero fue trasladado a una habitación del piso décimo, reservada a los casos especiales, y desde allí inmediatamente fue llevado a la sala operatoria. Desde aquel momento pesó sobre los médicos una enorme responsabilidad. Desempeñó un papel especial el cirujano doctor Francesco Crucitti. Más tarde me contó que aquel día no le tocaba su turno, se encontraba en casa, pero una fuerza misteriosa lo impulsó a dirigirse al Policlínico. Durante el trayecto escuchó por radio la noticia del atentado. Inmediatamente se ofreció para realizar la intervención, sobre todo teniendo en cuenta que el médico jefe de la clínica de cirugía, doctor Castiglioni, se hallaba en Milán y llegó al Gemelli ya al final de la operación. El doctor Crucitti fue asistido por otros médicos. La sala operatoria estaba abarrotada. La situación era muy seria. El organismo se había desangrado. La sangre destinada a la transfusión no resultó adecuada. Con todo, en el Policlínico se encontraron médicos con el mismo grupo sanguíneo, los cuales, sin dudarlo, dieron sangre al Santo Padre para salvarle la vida. La situación era muy grave. En cierto momento el doctor Buzzonetti se dirigió a mí, pidiéndome que administrara al Paciente la unción de los enfermos, dado que su estado era muy grave: la presión bajaba, y los latidos del corazón apenas se escuchaban. La transfusión de sangre le devolvió una condición que permitió comenzar la intervención quirúrgica, la cual se presentaba sumamente complicada. La operación duró cinco horas y veinte minutos. Pero minuto tras minuto aumentaban las esperanzas de vida.

 

Muchísimas personas acudieron al Policlínico: cardenales, empleados de la Curia. No estaba el secretario de Estado, cardenal Agostino Casaroli, porque se hallaba de viaje en Estados Unidos. Llegaron también políticos, con el presidente Sandro Pertini, el cual permaneció al lado del Santo Padre hasta las dos de la mañana. No quiso alejarse antes de que el Papa abandonara la sala operatoria. El comportamiento del Presidente fue conmovedor, lejos de cualquier cálculo. Asimismo llegaron los jefes de los partidos: Piccoli, Forlani, Craxi, Berlinguer y otros. Añado, al margen, que Berlinguer desconvocó la manifestación en favor del aborto fijada para la tarde del 13 de mayo.

 

Después de la intervención quirúrgica, el Santo Padre fue trasladado a la Unidad de cuidados intensivos. Los médicos temían una infección y otras complicaciones. El Santo Padre, en cuanto volvió en sí, preguntó: – ¿Hemos rezado las Completas?

 

Ya estábamos en el día siguiente al atentado. Durante dos días el Papa sufrió mucho, pero también aumentaban las esperanzas de vida. Permaneció en la Unidad de cuidados intensivos hasta el 18 de mayo.

 

El primer día después de la operación el Santo Padre recibió la sagrada Comunión, y en los días sucesivos, estando en la cama, participaba en la concelebración eucarística. Se comenzó a hablar de una consulta médica internacional. Insistía en hacerla el cardenal Macharski.

 

El domingo por la mañana, día 17 de mayo, el Santo Padre grabó una alocución para el Regina caeli. Fueron palabras de agradecimiento por las oraciones de muchos fieles, de perdón para el atentador y de abandono en manos de la Virgen. El atentado había unido a la Iglesia y al mundo en torno a la persona del Santo Padre. Fue el primer fruto de su sufrimiento. Polonia velaba de rodillas. En Cracovia tuvo lugar la inolvidable “Marcha Blanca” de los jóvenes.

 

El Policlínico Gemelli estaba invadido de periodistas, personalidades eclesiásticas y laicas, y millares de personas, gente sencilla. Acudían al Papa con amor. De todo el mundo llegaron telegramas; en los primeros días se contaron quince mil.

 

Ese mismo día llegaron los expertos: dos médicos de Estados Unidos, uno de Francia, uno de Alemania, uno de España y uno de Cracovia. Se pronunciaron positivamente con respecto al estado de salud del Santo Padre y al desarrollo de los cuidados médicos. Una semana después del atentado cantamos el Te Deum.

 

Se comenzó a relacionar insistentemente la fecha del atentado con las apariciones de Fátima. Cada vez con mayor frecuencia se habló de una curación milagrosa realizada por intercesión de la Virgen de Fátima.

 

El Santo Padre, en cuanto se sintió más fuerte, comenzó a recibir visitas, especialmente de sus colaboradores, de los cardenales, y también de representantes de otras confesiones. De ordinario, a las seis de la tarde celebrábamos la santa misa; luego, juntamente con nuestras religiosas, cantábamos las letanías del mes de mayo.

 

Mientras tanto, de Varsovia llegaban noticias de la agonía del Primado Wyszynski. El Papa participaba muy intensamente en esos últimos momentos. El 24 de mayo -por teléfono, a través de don Gozdziewcz- le transmitió aún su saludo y su bendición. Al día siguiente, a las 12.15, el Santo Padre pudo hablar por primera vez con el Primado agonizante. La conversación fue breve. En mi memoria quedaron grabadas las palabras: “Le envío la bendición y un beso”.

 

El 27 de mayo el Santo Padre grabó en una cinta el discurso a los peregrinos de Piekary Slaskie. Con todo, se sentía cansado. Se quejaba de un dolor en el corazón. El estado del Paciente estaba empeorando. Se le hizo un reconocimiento a fondo. Durante toda la noche los cardiólogos velaron. Los problemas cardíacos, como explicaban los médicos, surgieron a causa de un pequeño émbolo en los pulmones, que gradualmente se fue absorbiendo. Día tras día, del electrocardiograma desaparecían los signos de preocupación.

 

El 28 de mayo, solemnidad de la Ascensión, el estado de salud mejoró, pero, a pesar de ello, se tuvo que alargar el tiempo de internamiento en el hospital. Aquel día, a las 4.40 de la mañana, murió el Primado Wyszynski. Su muerte no constituyó una sorpresa, pero nos conmovió profundamente a todos. La noticia oficial llegó hacia las 10.00. Sin embargo, en privado, don Piasecki ya nos había dado la noticia a las 6.30. Informé al Santo Padre un poco más tarde. Acogió el anuncio con profunda conmoción.

 

El 30 de mayo el Papa recibió al cardenal Casaroli y le entregó la carta con el texto que se debería leer durante el funeral del Primado. El secretario de Estado tomó parte en él, en nombre del Santo Padre, que hubiera deseado mucho participar personalmente.

 

El día 31 de mayo, domingo, el Santo Padre grabó el discurso para el rezo del Regina caeli. Su voz ya era más fuerte. A las cinco de la tarde, a través de Radio Vaticano, participó en la ceremonia fúnebre del Primado Wyszynski. Mientras se desarrollaba la liturgia fúnebre, celebró su propia misa en el Policlínico Gemelli. Después de la eucaristía dijo: “Me faltará. Me unía a él una gran amistad; necesitaba su presencia”.

 

La mañana del 1 de junio, como siempre, el Papa se dedicó a la meditación y a las oraciones. Luego se sometió a las visitas médicas. Además de los médicos de la clínica, se hallaba siempre presente un doctor del Vaticano. El doctor Buzzonetti lo seguía todo puntualmente. Más tarde el Santo Padre solía recibir las visitas oficiales y también las de los amigos. Aquel día, después de la santa misa vespertina, comenzamos las celebraciones en honor del Sagrado Corazón de Jesús.

 

El 3 de junio fue el día del regreso a casa. Celebramos la santa misa a las 12.30. Antes de abandonar el Policlínico, el Papa recibió al profesor Lazzati, rector de la Universidad Católica, y por la tarde a los médicos y al personal paramédico. A las 19.00 partió hacia el Vaticano. El encuentro con la Curia y con los habitantes del palacio pontificio fue muy emotivo. La presencia del Santo Padre llenó de nueva vida la Sede apostólica.

 

Así se concluía la primera etapa después del atentado y los dramáticos momentos de lucha por la vida.

 

El Santo Padre seguía bajo la atención de los médicos del Policlínico Gemelli y de los del Vaticano. El viernes 5 de junio grabó el discurso para la solemnidad de Pentecostés, a la que estaban invitados los obispos de todo el mundo, con ocasión del 1600° aniversario del primer concilio de Constantinopla y del 1550° del de Éfeso. Durante esas celebraciones, el Papa, con el espíritu del mensaje de Fátima, deseaba consagrar a la Madre santísima la Iglesia y el mundo, de modo particular los países que esperaban ese acto más que todos.
El domingo 7 de junio, solemnidad de Pentecostés, el cardenal Carlo Confalonieri, decano del Colegio cardenalicio, presidió la liturgia en la basílica de San Pedro. La homilía del Santo Padre se escuchó en una grabación, y al final de la liturgia él mismo se asomó al balcón interior de la basílica e impartió la bendición. Fue grande la alegría. También el discurso del Papa que precedió la oración del Regina caeli había sido grabado. El Santo Padre sólo se asomó a la ventana de su biblioteca privada para impartir la bendición a las numerosas personas reunidas en la plaza de San Pedro. Por la tarde tuvo lugar la gran ceremonia en Santa María la Mayor, con la participación de las delegaciones de los obispos de todos los continentes, durante la cual el Santo Padre consagró la Iglesia y el mundo a la Madre de Dios. Las palabras de este acto, preparadas por el Papa, fueron transmitidas por Radio Vaticano. El Santo Padre siguió por televisión toda la ceremonia. La celebración fue presidida por el cardenal Otunga, de Nairobi, y la procesión fue encabezada por el cardenal Corripio, de México.

 

De este modo se cumplió el gran deseo del Episcopado polaco y del Primado’.

 

(22 de septiembre de 2002. Zenit)