El genocidio censurado
«El Padre os espera para ofreceros su perdón y su paz»
Éste es un fragmento del último capítulo de El genocidio censurado (ed. Cristiandad). Antonio Socci deja para el final lo más personal, sus propias vivencias: «Hija mía, la bella Reina y la Historia del mundo».
Pero el relato de cómo su propia hija, por gracia, nació contra el consejo de los médicos, le lleva a evocar a todas esas mujeres que cedieron y asesinaron a sus propios hijos. A las madres de esos mil millones de niños muertos Juan Pablo II -recuerda Socci- les invitaba a reconciliarse con Dios y con «vuestro hijo, que ahora vive en el Señor»
Era el otoño de 1985. María estaba ya desde hacía algún mes en el seno de su madre, que una tarde volvió a casa, después de un control de sangre que debía ser de rutina. El médico le había dicho que los valores de la toxoplasmosis estaban totalmente desajustados y que la niña nacería sin ojos y quizá sin brazos y que era mejor abortar. Horas y días de angustia, oraciones, lágrimas. Fue confiada a la Virgen, a su abrazo, a su ternura. De aquí la decisión de llamarla María. Un manto de ternura nos cubrió, nos dio seguridad y paz. No temíamos nada de lo que pudiera ocurrir. La niña nació el 14 de junio de 1986 perfectamente sana y bella. Por gracia. Pero, por gracia, hubiera sido acogida en cualquier otra condición.
Pero cuántas pobres mujeres, vencidas por la soledad, por la angustia, por una sociedad que ha declarado la guerra a los más pequeños e indefensos, han cedido. ¿Cuántos regímenes -todos los feroces despotismos del siglo XX- han declarado una guerra de exterminio a los más pequeños y a las más pobres criaturas humanas? Y las democracias -traicionándose y deslegitimándose a sí mismas- han hecho propia esta ideología asesina, este nihilismo satánico que clasifica a millones de criaturas humana como cosas que los fuertes pueden matar y manipular a su arbitrio.
Un horror del que ni siquiera nos damos cuenta, tan acostumbrados estamos. Mil millones de niños asesinados. Legalmente, fríamente, con burocrática sistematicidad. ¿Puede sobrevivir una civilización después de haber perpetrado tal atroz delito? ¿Qué conmoción tendrá la fuerza de llevar a la Humanidad a abrir los ojos ante esta pesadilla y poner fin a la matanza? ¿Qué luz podrá iluminar esta cruel noche del mundo? Quizá precisamente las mujeres que llevan sobre sí esta herida pueden encender luces de verdad y humanidad que despierten las conciencias. Precisamente Juan Pablo II esperaba de las mujeres este testimonio de amor. A ellas se había dirigido con una página bellísima de una encíclica suya ( Evangelium vitae): Herida sin cicatrizar «Una reflexión especial quisiera tener para vosotras, mujeres que habéis recurrido al aborto. La Iglesia sabe cuántos condicionamientos pueden haber influido en vuestra decisión, y no duda de que en muchos casos se ha tratado de una decisión dolorosa e incluso dramática. Probablemente la herida aún no ha cicatrizado en vuestro interior. Es verdad que lo sucedido fue y sigue siendo profundamente injusto [es decir, que el aborto es un acto grave por cuanto destruye a un ser humano no nacido]. Sin embargo, no os dejéis vencer por el desánimo y no abandonéis la esperanza. Antes bien, comprended lo ocurrido e interpretadlo en su verdad. Si aún no lo habéis hecho, abríos con humildad y confianza al arrepentimiento: el Padre de toda misericordia os espera para ofreceros su perdón y su paz en el sacramento de la Reconciliación [la Confesión]. Os daréis cuenta de que nada está perdido y podréis pedir perdón también a vuestro hijo que ahora vive en el Señor. Ayudadas por el consejo y la cercanía de personas amigas y competentes, podréis estar con vuestro doloroso testimonio entre los defensores más elocuentes del derecho de todos a la vida. Por medio de vuestro compromiso por la vida, coronado eventualmente con el nacimiento de nuevas criaturas y expresado con la acogida y la atención hacia quien está más necesitado de cercanía, seréis artífices de un nuevo modo de mirar la vida del hombre».
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