Lourdes, Carlomagno y las flores del emir
El 8 de diciembre se inauguró en Lourdes el Año Jubilar en conmemoración de los 150 años de las apariciones a Bernardette, que culminará el 11 de febrero de 2008. A los pies de los Pirineos, a un siglo y medio de sus humildísimos inicios, Lourdes es el santuario católico más visitado del mundo y su atracción sigue en aumento.
Un lugar donde los foráneos son a menudo más numerosos que los franceses, y para llegar hasta él, acompañando a los enfermos, han nacido sólidas y activas organizaciones. Entre los más de cinco millones anuales de peregrinos, quizá nadie sospecha por qué el Cielo, en el cual obviamente creen, decidió hacer surgir precisamente aquí este extraordinario lugar de devoción mariana.
¿Fue este lugar, de alguna manera, predestinado? ¿Hubo, acaso, una «Lourdes antes de Lourdes»? Hay una historia enigmática recientemente redescubierta gracias a la reimpresión de un libro de 1928. Una historia un tanto olvidada, que incluso el obispo de Tarbes y Lourdes -como descubrí una tarde en que me hospedó en su casa- la conocía sólo de oídas, y sospechaba que se trataba de una tradición legendaria.
En realidad, no es así. La documentación histórica es muy completa y se conserva en los archivos, a disposición de cualquiera. Sólo los comienzos del milenario suceso no son avalados por textos escritos, aunque se basan en una sólida tradición, que a continuación fue fijada en los pergaminos. Estos comienzos relatan la historia de Carlomagno que, volviendo de España, donde se había enfrentado a los moros, puso asedio al monte sobre el cual se levantaba la fortaleza sarracena de Mirambel, el antiguo nombre de Lourdes. El emir que la guardaba, Mirat, había jurado a Alá que no se rendiría jamás ante ningún hombre. Pero cuando se vio reducido y asediado al extremo, acogió con alivio al obispo que iba con Carlomagno, que le propuso respetar el juramento, aunque se rindiera, no ante un hombre, sino ante una Mujer, Nuestra Señora de Le Puy, el mayor santuario de las Galias, al cual acudían peregrinos de toda Europa.
Dado que María era venerada también por los fieles del Corán, Mirat aceptó, y seguido de sus dignatarios cabalgó hasta Le Puy. Los sarracenos llevaban atados a las lanzas ramos de flores tomados en el prado que había delante del castillo. El mismo prado donde se erigiría siglos más tarde la explanada para las procesiones con antorchas de los peregrinos de Lourdes. Las flores del emir fueron depositadas sobre el altar de la Virgen, en señal de vasallaje.
Hasta aquí la tradición, atestiguada hasta el punto de haber dejado su signo en el escudo de la ciudad. Pero, a partir de 1602, documentos indiscutibles cuentan que los condes del lugar donaron a la Señora de Le Puy no sólo Lourdes, sino la región entera, La Bigorre, comprometiéndose al pago de un tributo anual, al capítulo del gran santuario de Le Puy. Cuando el territorio de Lourdes pasó a manos de los reyes de Francia, éstos renovaron el compromiso y lo respetaron hasta que la Revolución decapitó a Luis XVI y devastó Le Puy, llegando hasta el punto de quemar en la plaza, como un desperdicio más, la venerada imagen de la Virgen. Durante siglos, un día y una noche al año, en el castillo de Lourdes se arriaba la bandera real para que ondeara el estandarte mariano, y confirmar que aquello era «fief et domaine» -feudo y dominio- de la Virgen venerada en Le Puy. Durante la Restauración, en 1815, los Borbones reabrieron el santuario y le reconocieron sus antiguos derechos sobre la ciudad pirenaica. En 1829, por última vez, una delegación partía de Lourdes y, en señal de vasallaje, llevó al altar de Le Puy, en costumbre milenaria, las flores recogidas ante el castillo.
Fue, decimos, la última vez, porque un año después, en 1830, los Borbones fueron expulsados por Luis Felipe de Orleans, el rey escéptico y voltairiano que abolió todos los compromisos con la Iglesia asumidos durante siglos por la monarquía francesa. El Estado rompía el lazo entre Le Puy y Lourdes que existía probablemente desde Carlomagno, y ciertamente desde 1062. Y aquí llegamos al hecho singular para los creyentes, quizá no tan casual: según el antiguo derecho feudal, la potestad del señor de un lugar se extinguía después de 30 años de incumplimiento de las obligaciones previstas en el acto de vasallaje. El último regalo llevado por la «vasalla» Lourdes a Le Puy, el último tributo pagado por la monarquía francesa, se remontaba a 1829; por tanto, los «derechos» de María sobre la ciudad pirenaica habrían prescrito en 1859.
Pues bien, justo un año antes del tiempo fijado para la extinción, en 1858, la Señora se aparecía en Massabielle, la colina que está enfrente del castillo -sobre el cual, durante siglos, había ondeado su bandera, ante unos prados donde desde siempre se recogían flores para ella-, y pedía «a los sacerdotes» que «se construya aquí una capilla», exhortando a todos a ir «en procesión», como en homenaje a una reina. El pacto, por tanto, había sido renovado, los grandiosos santuarios erigidos tras las apariciones sustituyeron, cual nuevos palacios reales, a la antigua fortaleza. Su imagen había sido quemada en Le Puy, pero otra la sustituyó en un lugar que desde siempre había pertenecido a la Virgen.
Si éstos son los hechos, es comprensible que los escépticos sospechen una cierta «conjura clerical» con las apariciones como escenario para seguir un guión. En realidad, no es así: en la confrontación secular sobre la verdad de Lo urdes, nunca nadie hizo referencia a estas coincidencias históricas. Ningún sacerdote acudió a ellas para confirmar a los creyentes, ningún «libre penseur» las aireó para confirmar sus dudas. Eran cosas olvidadas que dormían en los archivos. Fue necesario esperar a aquel libro de 1928, escrito por Emile Bréjon, experto en derecho feudal y medievalista y que ahora ha sido reeditado. Precisamente en base a sus conocimientos, Bréjon fue el primero en recomponer las piezas de un puzzle que parece confirmar el enigma que aletea sobre las orillas del Gave.
Vittorio Messori / LA RAZÓN