“Spe Salvi”:Una encíclica para descubrir el sentido de la vida
Vengo a albergar mis dolores en tu herido corazón, en las llagas de tus manos haré que vivan mis ansias, en las llagas de tus pies esconderé mis pecados», esta poesía de Max Jacob, el judío que se hizo católico tras su encuentro místico con Cristo, es lo primero en que he pensado al leer la encíclica sobre la esperanza de Benedicto XVI.
Y después esta otra frase, que salió de la boca de una madre a un hijo descarriado (Léon Bloy): «Sufres, eres desgraciado; ¿por qué has rechazado la fe de tu niñez? Tu corazón necesita un centro que nunca encontrará en la tierra». O aquello otro que escribió Marie Louise Ramé (Ouida): «Arrancad la esperanza del corazón del hombre y haréis de él un animal de presa». Porque lo que el Papa quiere decir, ante todo y sobre todo, con esta encíclica, es que Dios es la verdadera esperanza del hombre y que una persona y una sociedad sin Dios están abocadas no sólo a la desesperanza, sino a su inevitable consecuencia, la desesperación.Con razón escribió Schopenhauer que «a quien todo lo pierde le queda Dios todavía», sobre todo, como deja bien claro el Pontífice, si el Dios en el que cree es el Dios de la misericordia infinita.
Es el mismo Dios del juicio -curiosa y acertadamente, Benedicto XVI incluye esto como motivo de esperanza, a pesar de no estar nada de moda-, pero de un juicio impregnado totalmente por la misericordia. Por eso Jacob se sorprendió y convirtió, cuando, siendo como era un judío ateo pero educado en la fe de sus mayores, comprendió que ese Dios-Juez era un Padre lleno de amor. Por eso la madre de Bloy, católica practicante, pudo ayudar a su hijo a encontrar al fin el equilibrio que le faltaba, al dirigirle de nuevo hacia la fe que había conocido y abandonado. La cuestión que el Papa afronta y resuelve en la encíclica no es, pues, meramente espiritual, entendida la espiritualidad como algo relacionado sólo con el alma o con la vida eterna. Benedicto XVI busca con «Spe salvi» provocar un reto, lanzar un desafío a este mundo secularizado, materialista, hedonista y, por todo ello, cada vez más infeliz.
El reto y el desafío de inquirir y mostrar las causas profundas de la felicidad humana, agotado ya el espejismo del marxismo -al que da por superado- y en trance de agotarse el del hedonismo.«Tú, que lo tienes todo -viene a decir el Papa al hombre contemporáneo y a la sociedad contemporánea- ¿por qué no has encontrado la felicidad en la nevera llena o en los coches de lujo? Tú, que lo tienes todo, ¿por qué asistes, aterrado, al espectáculo de tus hijos adolescentes que se emborrachan, que se drogan o que, directamente, se suicidan en un número cada vez más creciente? Tú, que lo tienes todo, ¿por qué rompes tu matrimonio, por qué matas a tus niños en el vientre de su madre, por qué no compartes con las personas y naciones que no tienen casi nada, por qué esquilmas la naturaleza hasta el punto de poner en peligro tu propia existencia? ¿No será porque, en realidad, teniéndolo todo no tienes nada? ¿No será porque has perdido lo más importante, lo esencial? ¿No será porque te has olvidado de Dios y, al hacerlo, no sólo has perdido la fe y el amor -el concepto del verdadero amor y la fuerza para amar-, sino que también has perdido la esperanza?».
En la encíclica, el Papa afronta, como es lógico, los puntos clásicos de la esperanza cristiana, los concernientes a la vida eterna, y sus fundamentos -la resurrección de Cristo- saliendo así al paso de las modas que tienden a desdibujar ese futuro presentándolo como una reencarnación inacabable. Es muy interesante, original y práctico el apartado dedicado a los «Lugares de aprendizaje y de ejercicio de la esperanza» (la oración, la actuación y el sufrimiento, y el juicio de Dios). Es un acto de la más elemental justicia la referencia que hace a la Santísima Virgen como modelo de esperanza, ella que llevó en su vientre al Hijo de Dios y que vio cómo, treinta y tres años después, lo torturaban, lo mataban y lo enterraban, sin dejar de creer que Dios escribe derecho con renglones torcidos y que, a pesar de las crueles apariencias, siempre cumple su promesa, siempre cumple su palabra. Pero el fondo de la cuestión, la clave de la encíclica es ésta: una pregunta al hombre y a la sociedad occidental, tan secularizada como infeliz: «¿Adónde vas sin Dios?». Y una respuesta, la misma que San Agustín se dio a sí mismo justo antes de su conversión: «Me hiciste, Señor, para ti y mi alma estará inquieta hasta que descanse en ti». Inquieta y desesperada.
LA RAZÓN. Santiago Martín