¿Vivir a tope?
Veo en la tele un spot contra la droga.
Los protagonistas del anuncio están en la terraza de un gran edificio. Son un grupo de adolescentes de diseño.
Quiero decir que, ya a primera vista, resultan falsos. A la legua se ve que tratan de representar un papel en el que están incómodos. Son descaradamente adultos, guaperas, maquillados para la ocasión y sin un solo grano en la epidermis. Intentan hablar como los chicos y chicas de bup, pero les sale de pena: dicen que “alucinan en colores, tío”; que “es guay”, que mogollón y todo eso, pero su dicción es pluscuamperfecta y su acento recuerda al de los malos actores de doblaje.
Una supuesta niña pregunta a los demás:
—¿Sabéis cuál es lo último en drogas…?
Mientras sus amigos ponen caras de profunda reflexión, la chica se sube a la cornisa del edificio y comienza a caminar como una equilibrista sobre la cuerda floja. Por fin, ella misma da la solución al enigma. “Lo último en drogas es sin drogas”.
—A tope, sin drogas –concluye la funambulita–, y se lanza al vacío.
Los demás chavales corren para ver la caída. Pero el aparente suicidio es sólo una broma: al otro lado de la cornisa hay una piscina´
Concluye el anuncio con el logotipo de la institución que lo patrocina y el eslogan: “a tope sin drogas”.
Aparto la vista con cierto desasosiego. Hay algo que me inquieta en esta historia, y no sé qué es.
Hasta la náusea
—Realmente…, ¿hay que vivir “a tope”?
Heinz Kloster me mira de reojo y sonríe.
—Es un engaño –dice, como quien expresa algo evidente–. Tienen miedo a ir a la raíz del problema. Quieren que no haya drogas, pero sin renunciar a vivir con el motor acelerado, pasado de vueltas, desaforada y desmesuradamente… En el fondo es lógico: vivir a tope es la versión para menores de la moral hedonista.
Mi amigo necesita pocos estímulos para seguir hablando. Así que le dejo.
—Desde hace algunos años, el mensaje ético dominante, es decir el que repiten hasta la náusea los medios de comunicación como si se tratara del gran hallazgo de la modernidad, es éste: hay que vivir confortable y voluptuosamente. Gozar de los placeres de la vida, no sólo es lícito, sino obligatorio. Reprimirlos sería inhumano y hasta pecaminoso. El único límite moral es la propia salud y, en todo caso, la del colega o cómplice. Hay que cuidar el propio cuerpo para que esté en condiciones de gozar, desde la cuna al catafalco, durante muchos, muchos años. Aprovecha el placer del momento antes de que se escape –se nos dice–; no pierdas la oportunidad de gozar ahora. Carpe diem!, ¿te acuerdas?
¿Qué se pretende?
Trato de interrumpir al maestro, pero es inútil. No se deja.
—Se trata, por supuesto, de un hedonismo civilizado, contenido y de buen gusto. De ahí que la invitación al placer tenga siempre un pero: sexo, sí, pero seguro; bebe, sí, pero no conduzcas; vive a tope, sí; pero sin drogas… El problema es que, para los chavales, esto no tiene el menor sentido. No es posible ni realista invitar a un adolescente a elegir el hedonismo como forma de vida y, al mismo tiempo, pretender que se modere, que ponga un pero detrás de cada placer, de cada juerga o de cada aventura: su metabolismo se lo prohíbe. El hedonismo a los 15 años necesita ser desmesurado y sin límites.
—Así que…
—No se puede vivir a tope sin drogas –concluye mi amigo–, sin estimularse de alguna forma. La cuestión es saber si vale la pena vivir a tope porque sí, y si es ése el mensaje que debemos transmitir a los más jóvenes.
Continúa la publicidad en la tele: ahora hay otros adolescentes que gritan como posesos y se mueven espasmódicamente entre luces de colores en una discoteca. Anuncian…, una bebida de naranja sin burbujas. Poco después una chica demuestra que se puede gatear sobre el mostrador de un bar tomando cerveza sin alcohol.
Y ahora, si tuviera más espacio, yo debería explicar que lo importante no es si se vive o no a tope, a medio gas o al ralentí, sino saber para qué lo hacemos, para qué gastamos nuestra vida, poco a poco, mucho a mucho o de golpe y al contado. Vivir a tope porque sí, porque uno es joven, porque mola, para sentir el vértigo del suicidio sin suicidarse, para alucinar sin alucinógenos o para emborracharse sin alcohol, no deja de ser una majadería.
Derrochar la vida a tope por un amor ya es otra cosa. Y si el objeto de ese amor es Dios, entonces, sí vale la pena tirarse, sin miedo y sin red, desde lo más alto.
Autor: Enrique Monasterio | Fuente: http://www.sontushijos.org